Arregosto de un amor entre sombras

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¿Por qué hay gente que cree en el destino? ¿Será que cuando te pasan cosas maravillosas, bellas e inolvidables, no puedes atribuir tanta felicidad a algo que no sea un plan divino?

Me llamo Natalia y al momento en que escribo esto tengo veintisiete años. Siempre he tratado de vivir de la mejor manera, con las correspondientes subidas y bajadas que tiene la vida, dándome la calma necesaria para analizar todo lo que me sucede con cabeza fría. Como todos los seres humanos siempre estoy deseosa de contar con romance y amor, lo suficiente como para hacer grata mi existencia, y aunque han habido veces en que el mundo se me ha tornado en un desierto, en el que no se distingue nada en la lontananza, puedo asegurar que he vivido leves momentos de felicidad, y es precisamente de uno de esos breves momentos de lo que se trata la historia que quiero relatarles hoy.

Primero que nada, confiada que con lo que he dicho anteriormente ya tienen una pequeña idea de cómo es mi personalidad, quiero también tener el detalle de hablarles un poco sobre mi apariencia. Pues bien, no pienso caer en el arquetipo de presentarme diciendo que tengo medidas inverosímiles de busto y trasero, ni diciendo que tengo rostro y rasgos de modelo de lencería –la verdad ese tipo de introducciones son cosas que siempre me han resultado de muy mal gusto–; prefiero decirles simplemente que soy morena, de ojos marrones, esbelta, con estatura media y un cuerpo proporcionado. En general me considero una mujer con una apariencia un poco más bella que lo normal. Como dijo Buda una vez: "Todo lo que somos es el resultado de lo que hemos pensado; está fundado en nuestros pensamientos y está hecho de nuestros pensamientos".

Comienzo entonces a narrarles no sólo una simple primera experiencia lésbica sino, más bien, un suceso que marcó mi vida y me ayudó a encontrar mi verdadera identidad. Fue mi entrada a un mundo de nuevas y maravillosas sensaciones; un lugar lleno de amor, pasión y plenitud del que jamás pienso salir.

Todo comenzó cuando yo tenía veinte años, al momento en que obtuve trabajo de secretaria en una multinacional que se dedicaba a prestar servicios de marketing. Mi primer día en la oficina, aunque lo comencé hecha un manojo de nervios, fue genial: la gran mayoría de compañeros e inclusive mi jefe se portaron muy amables conmigo, además no tuve el menor problema con las tareas que me fueron asignadas. Me sentí aceptada casi de inmediato, modestia aparte, siempre he sido una mujer muy amigable con grandes capacidades de adaptación.

Ese mismo primer día, a la hora del almuerzo, me dirigí a la cafetería, varios hombres se me quedaban viendo con la aparente disposición a cederme un espacio en su mesa. Sin embargo, yo me sentía indecisa, como si estuviera esperando por alguna señal que me inspirara la suficiente confianza para acoplarme a un grupo o a una persona. De pronto, a unas dos mesas de donde me encontraba, divisé a una hermosa chica de piel bronceada que me hacía señas. Captó de inmediato mi atención, no sólo por su bello rostro con un par de preciosos ojos verdes como esmeraldas, sino además porque tenía un cabello castaño y largo que usaba suelto. Luego de verificar que efectivamente se dirigía a mí, me acerqué a su mesa, donde también estaban un par de chicos haciéndole compañía, y me senté frente a ella.

–¡Hola! –me saludó–. Eres nueva aquí, ¿verdad? ¿De casualidad tu nombre es Natalia?

–¡Sí, me llamo Natalia! –respondí realmente sorprendida–. ¿Cómo sabes mi...?

–¡Natalia, por favor, no me digas que no te acuerdas de mí! –dijo la chica con una rutilante sonrisa que me dejó anonadada–. ¡Soy Karla Rodríguez! Estudiamos juntas un par de años en la primaria, en el Colegio San Pedro...

Me quedé observándola fijamente, presa de un incómodo mutismo, mientras hacía un gran esfuerzo por recordarla. La guapísima muchacha, al verme sufriendo mientras me perdía en los pasillos de mi memoria, se tomó el cabello con las manos formándose un par de colas que dispuso a ambos lados de su cabeza y esbozó una enorme sonrisa, lo cual le dio una apariencia un tanto ridícula pero a la vez graciosa. Sentí que un recuerdo se aproximaba hacia mí, como las luces de un camión a toda velocidad en una carretera oscura.

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