Apareces tú

2.3K 193 16
                                    

Para Amelia los sábados se habían convertido en su día favorito de la semana. Además de poder levantarse tarde y no tener que trabajar al día siguiente, podía disfrutar de la comida y los mimos de su madre.

Repetía el mismo plan desde hacía años y cuánto más tiempo pasaba, más lo valoraba. Al principio, no había sido más que una treta de su madre para tenerla controlada y saber si comía, si iba al trabajo o salía con sus amigos, pero poco a poco, se había abierto hueco en la rutina de Amelia y ahora no era capaz de imaginar un sábado sin Devoción.

Se levantó de la cama y, de manera automática, se puso la ropa de deporte y salió a la calle, lista para su rutina de running y yoga.

Unos años atrás había descubierto lo mucho que la actividad física le despejaba la mente y, desde entonces, lo practicaba cada vez que podía. Sobre todo el yoga, para el que siempre tenía tiempo. Le daba igual hacerlo al levantarse, a media tarde o antes de irse a dormir, pero necesitaba ese rato para ella como el aire para vivir.

Amelia volvió a casa contenta, desayunó echándole una ojeada a las noticias y redes sociales y se metió en la ducha. Era temprano, pero Zaragoza le había brindado un día primaveral y quería aprovecharlo para ir a casa de su madre dando un paseo.

Mientras se vestía, se sorprendió al ver su sonrisa en el espejo y se dio cuenta de lo mucho que hacía que no se salía de lo planeado y todo lo que ese paseo significaba para ella.

Un pequeño paso para el hombre, pero un gran salto para la humanidad pensó riendo.

Estaba de buen humor, lo notaba en cada fibra de su cuerpo, pero no quería decirlo muy alto porque el batacazo solía ser monumental. Ya estaba acostumbrada a esos vaivenes.

Cuando llegó a casa de su madre, la encontró en la cocina, con la comida en el fuego y viendo la televisión. Olisqueó el aire intentando adivinar que había hecho de comer y aprovechó que no la había oído entrar para quedarse un rato observándola. Esa mujer era su ancla, su hogar y su calma. Cuando se sintió perdida, Amelia acudió a ella como si de un faro se tratara y pudo volver a encontrarse. A su lado no le faltaba amor, comprensión, empatía, entrega ni tiempo. De eso, su madre le había dado mucho. Y seguía haciéndolo.

—Pero bueno, señora, que se emociona con la tele —dijo dando un par de pasos al frente y apartando la olla de la vitrocerámica.

Su madre se sobresaltó, se acercó a inspeccionar la comida y cuando vio que todo estaba bien, la abrazó.

Amelia la apretó fuerte contra ella y suspiró. Eso sí que era casa.

—¡Ay, se me ha ido el santo al cielo! Me pongo a escuchar al presentador y me quedó embobada —explicó separándose de ella.

—¿Te gusta Carlos Sobera?

—No —contestó rápidamente algo avergonzada.

—Mamá, por favor, que es un viejo.

—¿Y yo qué soy?

Desde que se divorciara de su padre, hacía más de veinte años, su madre se había dedicado a cuidarla y no se había permitido el lujo de conocer a nadie. Amelia le había insistido alguna que otra vez, pero siempre se defendía diciendo que a una vieja como ella ya se le había pasado la oportunidad.

—No eres ninguna vieja y aunque lo fueras, que es algo que no pienso —aclaró— no tienen por qué gustarte los viejos.

—¿Y qué me van a gustar? ¿Los jovencitos?

—¡Pues claro! Si de alegrarse la vista se trata, porque no te veo yo saliendo con Carlos Sobera —añadió con retintín— digo yo que te gustará más... no sé... Miguel Ángel Silvestre.

SaudadeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora