20 de enero

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El Asturiano estaba tal y como lo recordaba. Las sillas, las mesas, el olor a comida casera... Nada había cambiado. Diría que incluso estaban los mismos parroquianos de siempre tomando el desayuno.

Marcelino tardó en reaccionar, pero en cuanto la vio, salió disparado a abrazarla. Manolita lo siguió en cuanto salió de la cocina, enjugándose las lágrimas. Durante un rato hablaron entre hipidos, con frases incomprensibles, que solo certificaban lo mucho que se habían echado de menos.

Cuando lograron tranquilizarse, Marcelino le puso un café por delante y en el primer sorbo Amelia se trasladó a sus años de facultad, cuando Luisita aparecía en la biblioteca con un termo lleno para pasar la noche entre besos, apuntes y cafeína. El café seguía igual y de pronto sintió que todo era igual que entonces... O casi, porque le seguía faltando ella.

—María nos ha dicho que te quedas a comer —le dijo Manolita sacándola de sus pensamientos.

—Si no es molestia.

—Mírala, Manuela, qué educada. Ya no se acuerda cuando se pasaba el día en casa, haciendo lo que le daba la gana sin preguntar.

Amelia rio.

—Porque vosotros me dejabais —contestó riendo, aunque no pudo evitar que sus ojos se empañaran con el recuerdo.

Se sentía en casa. Desde que había entrado por la puerta la sensación de bienestar y de estar a salvo la había invadido y era lo mismo que sentía de pequeña. Por eso había actuado siempre con los Gómez como una más, porque no había dejado de sentirse así nunca.

—Amelia, que, si lloras tú, llora Marce.

Levantó la mirada para encontrarse con los ojos del que había sido como un padre para ella y comprobó que lo que decía Manolita era cierto.

—Perdón, pero no lloro de pena... Es felicidad por volver a estar en casa.

Manolita la atrajo hacia ella, apretándola en un abrazo.

—Esta siempre ha sido tu casa y lo seguirá siendo.

Marcelino asintió con efusividad, aunque terminó por desaparecer a la cocina con la excusa de que se le quemaban las croquetas. Antes de salir, Amelia vio como se restregaba los ojos.

—Te hemos echado mucho de menos.

—Y yo a vosotros. A todos.

—Lo sé, cariño...

Y como si al nombrarlos los invocara, apareció por allí el resto de la familia Gómez. La saludaron y la abrazaron, le preguntaron cómo estaba y le contaron que habían hecho en los últimos años. Leonor, Lola, Marisol, Manolín, Cata y Ciriaco, uno a uno, se alegraron de verla.

Se sorprendió al ver a estos últimos porque a ellos si que se le notaban los años. Ya no eran los adolescentes que dejó cuando se fue, ahora eran dos adultos hechos y derechos.

Le faltaba Pelayo, que estaba en la cama guardando reposo y cogiendo energías para la boda que tendría lugar en un par de días. Tenía que subir a verlo, pero en ese momento, necesitaba un poco de aire así que se disculpó y salió a la Plaza de los Frutos ante la mirada cómplice de Marcelino, que entendió que necesitaba un rato para ella.

Respiró hondo, intentando controlar el aluvión de recuerdos que la apabullaban.

La bienvenida que le habían dado los Gómez no se la esperaba y, lo que era peor, creía no merecerla. Después de lo mal que lo había hecho, que la recibieran con los brazos abiertos y tanto cariño la había pillado desprevenida. Aunque tampoco se esperaba sentirse tan a gusto y en casa...

SaudadeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora