La tormenta continúa, la zozobra es la única que queda en cubierta y el capitán no abandona el barco.
Ha llovido demasiado, las paredes se despintaron y algunas velas están rotas. El timón gira sin dirección, guiado por el vendaval. Un libro abierto se deshace mientras se moja.
Caen gruesas gotas en sus páginas amarillas y algunas son arrancadas con la fuerza de la tormenta.
Casi como acto de magia, una página cae en los pies del capitán, se mantiene legible y él asume que no tiene caso afligirse por la tempestad, ni tiene caso ya nada, así que lee.
Repasa varias veces las últimas líneas de un libro que conoce bien, Moby Dick: «Aún en su caída más baja, el águila montañera sigue estando más alta que otras aves de la llanura, por mucho que se eleven».
Tenía la esperanza de leer la parte donde meten a Queequeg en un ataúd.
«Todo lo prodigioso o terrible de los humanos no ha sido capaz de escribirse en un libro (...) sólo un autor que regrese de entre los muertos podría comunicar lo que nos impresiona de la muerte».Guardó las palabras en su mente y la hoja amarilla en el pantalón.
Y, sin un gramo de tezón, volvió al timón.