Cuando recuerdo el camino que me trajo hasta la Estancia Santa Elena, me invade un sentimiento de orgullo. No fue fácil para mí, llegar a este presente. A los ponchazos terminé la secundaria nocturna, que cursé en simultáneo con una sucesión de changas para ayudar a mamá a parar la olla. Siempre supe que tenía que aprovechar haber nacido en un país donde la educación universitaria es gratis. El problema es que la vida no es gratis, ni los apuntes, tampoco los transportes. Para tener éxito necesitaba un trabajo estable, donde no me fueran a echar. Ingresé a la Policía Federal. No me arrepiento, tuve un sueldo fijo, seguro y una obra social muy buena. Además me permitió estudiar de noche y recibirme de Ingeniero Agrónomo. Me llevó 13 años recibirme. A los 33 años, empecé a vivir la vida que soñé.
Hace un año y medio que vivo en esta estancia. La dueña del lugar es Monona Eiras, una abogada que heredó la estancia familiar.
—Sr. Carabajal... preferiría llamarte Martín —dijo— Necesito una persona de confianza que se ocupe del parque que rodea al casco de la estancia. En su momento lo diseñó Carlos Thays, pero ha estado descuidado por mucho tiempo. Me gustaría recuperarlo. Para mantener la casa y las áreas de siembra y ganado, ya los tengo a Estela y a Juan. ¡Me saqué la lotería con ellos! Ya los vas a conocer.
Y partí hacia la estancia, con la sensación de haberle ganado a mi destino. Los que vivimos acá somos los Sosa y yo. Los Sosa son Estela el ama de llaves, a cargo de la casa y Juan el capataz, a cargo de las áreas de labranza. Hay otras treinta personas que van y vienen desde el pueblo para realizar diversas tareas, desde mucamas, hasta peones. Pegué onda con ese matrimonio de mediana edad, trabajadores y buena gente. Estela adora el suelo que pisa Juan, su amor es una mezcla de admiración y reverencia nunca vista. Ella administra la casa con mano de hierro, contrata a las empleadas de la limpieza temporarias y las controla con mano firme. Juan es más parco, más hombre de campo. Sale al alba a supervisar los campos y a los peones. Tiene una mirada distante, como si todo fuera poco importante para él porque está atento a otra cosa. Hacemos un buen equipo y la Sra Eiras está contenta.
Más o menos para el 12 de marzo del 2020 nos llegó un mail con instrucciones precisas de abastecimiento, alertándonos que sabían que en cualquier momento se declaraba la cuarentena por el coronavirus. Y al par de días llegaron Monona, Álvaro su marido y la señorita Denise, prima de la señora. Es gente tranquila, quieren descansar, pasarla lindo en esta extensión de campo y trabajar a distancia. Apenas llegaron, invadieron el estudio, conectaron sus computadoras y armaron tres sectores de trabajo bien organizados. Todo funcionó sin sobresaltos, dos o tres semanas. A medida que los días de aislamiento se fueron prolongando el ambiente se hizo más tenso. Las primeras semanas las primas conversaban sin parar, muy divertidas entre ellas. Luego fue cambiando el ambiente y empezaron a mandarse miradas fastidiadas. Monona estaba de mal talante con su prima, corrosiva y se respiraba un aire de sospecha. Rápidamente me dí cuenta que padecía un ataque de celos. Álvaro era el más extraño de los tres, estaba ausente de lo que pasaba a su alrededor. No registraba el ánimo de su mujer, ni la incomodidad de la prima. Un caballero exigente y serio. De día se la pasaba en el campo, controlando a Juan. Varias veces los había encontrado discutiendo por nimiedades. De noche trabajaba hasta altas horas de la madrugada encerrado con llave en el despacho. Generalmente luego de la cena, le abría a Monona y tomaban un cafecito cómplice. Escasas oportunidades tenía la señorita Denise de verlo a solas, dado que era profesora de literatura y se pasaba el día preparando y dando clases por Zoom. Su prima desconfiaba sin motivo.
Para nosotros, la cuarentena significó trabajar sin pausa. Los asalariados del pueblo no podían venir, por lo que trabajábamos el triple. Juan y yo manteníamos lo imprescindible, sobre todo a los animales. Estela corría todo el día cocinando y arreglando la casa. En la cocina, que era nuestro refugio, el ambiente era irrespirable. Estela y Juan estaban fastidiados, con estos "huéspedes" que no se podían ir. Ella protestaba todo el día sobre los pedidos de los dueños, especialmente de Álvaro que con su cafecito nocturno la tenía levantada hasta avanzadas horas. Yo me mantenía al margen. Por la noche, me sentaba en la galería trasera para fumar un cigarrillo después de la cena. Esa noche Estela me avisó que la señora me necesitaba.

YOU ARE READING
Asesinato en la Cuarentena
Bí ẩn / Giật gânUn joven ingeniero agrónomo llega a la estancia Santa Elena para mantener el parque del casco del lugar diseñado por Carlos Thays. Ahí conocerá al matrimonio Sosa y pondrá en marcha la pasión por su profesión. Hasta que se declare la cuarentena y ha...