Nací en algún lugar cercano a Lille, en Francia; pero viví mi infancia en un pequeño pueblo del sur de Inglaterra, más al sur que Londres, el pequeño asentamiento de Crawley. Vivía con mi padre y su familia, pues no era la mía. Padre estaba casado con una señora a la que yo tenía que llamar Madre, y juntos tuvieron seis hijos, cinco de ellos, menores que yo. En realidad no tenía mucho que ver con esa familia, tan solo con mi padre, pues yo era lo que se solía denominar como "bastardo". Su esposa acostumbraba a enfadarse con Padre y echarle en cara que yo había nacido porque él "no sabía mantenérsela guardada ni en tiempos de guerra". También me había ganado las burlas de mis hermanos -que no eran mis hermanos- y el desprecio de algunos -muchos- chicos del pueblo.
Sin embargo, me llevaba bastante bien con un muchacho no mucho mayor que yo, muy delgado y de pelo bastante oscuro. Era el hijo del herrero y su nombre era Charlie. En realidad, era Charles, pero a mí me dejaba llamarle Charlie. Cuando no estaba ayudando a su padre forjando una espada, estaba conmigo, enseñándome a manejarla. Él ponía su toque especial en todas las armas en cuya elaboración colaboraba, y solo eran esas las que usaba para pelear conmigo. Se reconocían porque en todas había un pequeño grabado de dos espirales atravesadas por una estaca. Siempre me sentí muy orgulloso del símbolo, porque yo había intervenido en su invención.
Me gustaba Charlie, a él no le importaba que no fuera hijo de quien se suponía que debía ser. Decía que lo importante no era de qué entrepierna salías, sino en qué entrepierna entrabas. Al principio no lo entendía pero, conforme fui conociéndole, fui comprendiéndolo. Sobre todo cuando íbamos al pozo a ver a las mujeres enseñar a las niñas a coger agua. Al inclinarse para recoger el cubo, las ropas les caían hacia delante y, si me ponía de puntillas, podía ver sus pechos aún inmaduros. Otras veces, espiábamos a las muchachas cuando iban a recoger frutas al bosque u hortalizas a las huertas. Las veíamos reír y abrazarse, y nosotros imaginábamos noches en las que todas nos pertenecían. A veces, cuando queríamos sentirnos muy hombres, íbamos al riachuelo a verlas bañarse desnudas. Nos sentíamos unos auténticos machos cuando no nos descubrían.
Pero había una chica que era diferente a todas las demás. Se llamaba Gwendolyn Stewart. Sus trenzas pelirrojas le llegaban por el cuello y su cara estaba decorada con decenas de pecas. La primera vez que la vi, yo no tendría más de ocho años, y ella no llegaría a los diez. De hecho, los botones de sus senos no habían aparecido, y no parecía que fueran a hacerlo pronto, al contrario que los de sus amigas. Aunque a ella no le importaba eso, siempre estaba riendo.
Quedé fascinado al verla por primera vez, y le juré a Charlie y a los cielos que me casaría con esa niña. Así, me envalentoné, salí de nuestro escondite y le dije bien alto:
-Gwen Stewart, algún día me casaré contigo. ¡Serás mi esposa y te haré la mujer más feliz del mundo!
Claro, yo no era más que un niño, y todas sus amigas rieron. Seguro que Charlie también. Una chica aclaró que yo debía llamarla por su nombre completo, y otra le informó de que yo era Alphonse, el hijo francés ilegítimo del panadero.
-Nunca me casaré ni con un bastardo ni con un francés. Y tú eres las dos cosas- respondió con una frialdad que no había pensado que podría ver en ella. En aquél momento quise llorar, gritar, huir de ahí... bajé la mirada, pero al levantarla de nuevo, levanté con ella mi dedo índice y, con toda la energía de mi cuerpo, le dije: -¡Te conquistaré Gwendolyn! ¡Me amarás y serás la mujer de mi vida!- y me fui a casa.
Pasaron semanas hasta que volví a hablar con Gwendolyn. Quizás incluso meses. Algunos días la miraba desde lejos. Su padre llevaba el aserradero, y siempre que estaban sus hermanos mayores trabajando, ella estaba sentada, cosiendo sola. En esos momentos me acercaba a ella, me tiraba al suelo delante de ella y le preguntaba qué hacía. Ella siempre solía responder que no hablaba con franceses, o con bastardos, siempre recurría a lo mismo. A mí me gustaba entonces decirle que yo era más inglés que Graves, el señor más anciano del pueblo, que vivía en una granja con gallinas y lechugas, y tenía banderas inglesas por todas partes. Ella reía y mostraba dos hileras de dientes blancos.
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La intensa vida de un bastardo
FantasyEn una época dominada por constantes enfrentamientos de los grandes reinos del Viejo Continente, existe un pequeño asentamiento que vive ajeno a todo esto: Crowley, al sur de Inglaterra, es el hogar de Alphonse, un hijo ilegítimo nacido en Francia...