En cualquier día típico de mi vida, el sonar de mi alarma era el peor de los augurios, se acababa el dulce descanso para dar paso al amargo día escolar. La rutina era siempre la misma, apagaba la alarma para quedarme durmiendo un rato más (o si podía, todo el día) pero mi madre jamás me lo permitía; venía a despertarme al grito de “¡Al colegio, Santiago!” y ya no tenía escapatoria. Con mi mejor cara de odio al mundo me levantaba e iba al baño, que siempre estaba ocupado por mi hermana, así que me quedaba en la puerta esperando a que se dignara a salir. Ella solo lo hacía cuando un nuevo grito de mi madre cortaba la tranquilidad matutina al llamarnos para desayunar. Era el último en ir al baño y claramente el último en bajar a desayunar. Café con leche y tostadas con manteca, nuestro clásico. O el suyo mejor dicho, porque no me gustaban las tostadas y el café me caía mal, pero ya me había cansado de discutir al respecto con mi familia. "Es lo que hay, si no te gusta entonces levantate temprano y hacete vos el desayuno", cansadísimo de ese disco rayado. Si no puedes contra ellos, úneteles. Y eso hacía, comía una tostada, tomaba unos sorbos de café para dejar a todos contentos, y me iba al dormitorio para cambiarme. Una de las cosas que tengo que agradecer al universo es que mi familia había heredado la casa de mi abuela y como era enorme cada uno tenía su propio cuarto. Nada de compartir la habitación con Luana y su aura rosa. No es joda, todo pero absolutamente todo en su vida era rosa. Aunque claro, eso no quería decir que tuviera privacidad. Incontables fueron las veces que mis padres me vieron desnudo por no golpear la puerta antes de entrar. En fin, ese era mi día típico. Levantarme en nod9 zombie, desayunar lo que no me gustaba e irme al colegio en bicicleta junto a mi hermana haciendo carreras para ver quién llegaba primero. Pero ese era un día diferente, increíblemente me desperté antes de que sonara la alarma y con una gran sonrisa en la cara. Me apuré a levantarme y fui corriendo al baño, tenía mucho que hacer ese día. Pude escuchar desde la ducha a mi madre abriendo la puerta de mi habitación, me reía al imaginar su cara de asombro al no verme allí. Lo mejor fue cuando Luana quiso entrar al baño y lo encontró cerrado. ¡Qué satisfacción! Esos segundos de sabor a venganza lo eran todo. De todas formas, no podía disfrutarlos demasiado ya que debía terminar de preparar la sorpresa para la tarde y se me acababa el tiempo. Es que ese día era el cumpleaños de mi mejor amigo, Joaquín. Nos conocíamos desde que teníamos tres años, fuimos al jardín juntos y nuestros padres siempre nos contaron que éramos uña y mugre (sí, esa misma comparación horrible, nunca supimos quién era la uña y quién la mugre y preferimos dejarlo así) pero al entrar en la primaria quedamos en cursos diferentes. Nos fuimos distanciando, nos fuimos olvidando. Al principio nos buscábamos en los recreos ya que no teníamos otros amigos, pero a medida que el primer grado iba avanzando fuimos socializando con el resto de nuestros respectivos compañeros hasta que un día nos dejamos de buscar. Si nos cruzábamos en el recreo o en la salida, nos saludábamos con la mano, de lejos. Luego llegó el momento en que ya ni siquiera hacíamos eso. Éramos dos extraños que se conocieron alguna vez. Era algo común, no era triste porque éramos niños y las amistades son bastante efímeras a esa edad. Pero el destino quiso darnos una segunda oportunidad y cuando cumplimos doce años nos volvimos a encontrar en el secundario. Íbamos a un colegio técnico en doble turno. A la mañana nos tocaban las materias comunes del bachillerato y por las tardes las de la tecnicatura. Al finalizar la primaria te daban a elegir a qué especialidad querías ir, pero como todo en la vida escolar la elección dependía de tus notas. A mí siempre me había ido bien en el colegio por lo que me asignaron mi primera opción, informática. A Joaquín, que no le iba tan bien, le asignaron su segunda opción, informática. Recuerdo el primer día del primer año del secundario, no conocía a nadie porque mis amigos habían elegido electrónica y mis amigas, naturales. Estaba completamente solo y al entrar al aula lo vi. Estaba sentado en un banco al fondo del aula, y su asiento contiguo... Vacío. No lo pensé dos veces, esa cara era conocida y no iba a dejar pasar mi oportunidad. Me precipité sobre su pupitre y me senté sin saludarlo siquiera. Él se sobresaltó y me miró. Yo fingía buscar algo en la mochila, de pronto la idea de sentarme con él me parecía absurda. ¿Hacía cuántos años que ya no nos hablábamos? Recordaba haber sido su amigo en el jardín pero muy vagamente, quizás él ni siquiera sabía quién era yo.
- Disculpame, ¿vos sos Santiago Acuña? – me preguntó, sacándome de mi crisis existencial.
- Sí, ¿vos sos Joaquín… Vega? – intentaba recordar su apellido pero me estaba costando más de la cuenta.
- Ja, ja, ja, casi, Peña es mi apellido. Fuimos juntos al jardín, ¿no?
- Perdona, mi memoria es una mierda. - me carcomía la vergüenza.- Pero sí, fuimos al jardín juntos. ¿Te molesta que me siente con vos? Ni te pregunté, es que sos la única cara conocida y no sabía…- empecé a hablar rápido, preso de los nervios y la incomodidad, pero él me frenó.
- Tranqui, yo tampoco conozco a nadie. Quise ir a electrónica pero mis notas no fueron suficientes, así que… Acá estoy, y también me alegra tener una cara conocida.
Seis años de no hablar y ahí estábamos, como si el tiempo no hubiera pasado. De a poco fuimos entrando nuevamente en confianza, contándonos algunas anécdotas de nuestra niñez, que eran pocas pero significativas. Él me recordó cuando yo lo defendí de unos niños que lo burlaban por haber llevado una muñeca la jardín. Y yo le conté sobre la vez que fui a su casa y me regaló un peluche de pikachu que me había encantado y que aún conservaba. El tiempo que nos había alejado de pronto se esfumó y la amistad que nos había unido volvió a nacer. Al pasar los años nos hicimos íntimos amigos pero dejamos de ser un dúo para convertirnos en un trío cuando en tercer año llegó Sheila a nuestro curso. Ella era muy sociable y tenía una debilidad por los introvertidos, sentía esa necesidad de hablarles e incluirlos en las actividades áulicas. En esa categoría estábamos Joaco y yo. Si bien teníamos amigos y salíamos, no nos gustaba demasiado llamar la atención. Al fondo del aula, con bajo perfil, pasabas innadvertido y era lo que queríamos para evitar el bullying ue estaba en furor. Un día, ella se sentó en el banco frente al nuestro y nos hizo escuchar una canción de System of a Down, Aerials, y desde ese momento nos hicimos fans de la banda y de Sheila. Los tres éramos inseparables; para ese gran día teníamos una sorpresa para él porque era su cumpleaños número diecisiete, y era el último que compartiríamos en el colegio ya que ese año nos egresábamos. Ese era nuestro año, y yo estaba convencido de que sería el mejor de nuestra vida escolar. Tenía que salir todo perfecto. Luego de desayunar, subí a mi cuarto a terminar de preparar las cosas, cuando Sheila me llamó por teléfono, llorando.
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Caminos bifurcados
Teen FictionTres amigos terminando el último año de la secundaria. Un secreto, una confesión y una traición. El amor y el miedo pondrán a prueba sus identidades. ¿Podrán superar este viaje de autodescubrimiento sin perderse a sí mismos en el camino? La amistad...