I - Primera parte

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El empedrado de la calle resonaba bajo sus pasos apresurados. Era una noche fría, la niebla se colaba entre las fibras de su chaqueta, tratando de alcanzar la piel.

Apoyadas en las paredes oscuras se recortaban sombras, figuras humanas casi indiscernibles, que exhalaban un humo blanquecino al respirar. De vez en cuando, alguna de ellas le llamaba. Le preguntaban si quería pasar un buen rato, si buscaba compañía. Él negaba suavemente con la cabeza, desentendiéndose. Las odiaba a todas. Malditas zorras. Había tantas que le resultaba difícil elegir a la candidata perfecta. Rubias, morenas, castañas. Mujeres de todas las edades, de todas las complexiones, de todos los tamaños. Pero en el fondo eran lo mismo, unas asquerosas, expertas en el arte del engaño y la seducción. Las causantes de todos los males de la humanidad. No fue un hombre quien abrió la caja, ni el que mordió la manzana.

No entendía a los poetas que malgastaban horas, papel y tinta en describir las sinuosas curvas de las caderas y los pechos de las mujeres. A él le asqueaban. No había belleza semejante a la de una espalda recta y fuerte, el tacto de un abdomen bien formado resbalando bajo sus manos mientras lo acariciaba, la nuez subiendo y bajando en el cuello a causa de la respiración acelerada. Nada como rendirse ante el placer supremo que era tener a un hombre clavado en sus entrañas, obligándole a proferir gemidos de puro éxtasis. Estaba convencido: el mundo sería un lugar mejor sin todas aquellas furcias.

Los sonidos del sexo desenfrenado le acompañaban en su travesía. En la casa de su derecha, gracias a la tenue luz del candil que alumbraba la habitación, pudo ver a una de ellas desnudándose. Dejó que el fino camisón que llevaba se deslizara por sus piernas hasta caer en el suelo. Unas manos gruesas y oscuras como arañas reptaron por sus glúteos, aprisionándolos. Aquello le provocó un estremecimiento de repulsión. Cualquier otro se hubiera quedado mirando, pero no él. Seguía a la caza de la víctima perfecta, de aquella que pudiera satisfacer su sed de sangre.

Se internó por un estrecho callejón en el que la luz no debía penetrar ni siquiera cuando era de día, y se perdió en el laberinto de calles. Había charcos en el suelo, y hedía a orines y heces. Mientras paseaba se abrió una puerta, y de ella salió un hombre algo mayor pero de porte distinguido, que se colocaba bien el sombrero de copa antes de entregarle unas monedas a la muchacha que lo esperaba apoyada en la tabla de madera. La oyó suspirar mientras él se iba. Ninguno de los dos se fijó en Vincent hasta que la chica recorrió la calle con la vista, en busca de nuevos clientes.

Se habían encontrado en el momento perfecto, eran justo lo que el otro buscaba. Sólo que ella había tenido la peor suerte posible.

—Hola guapo, ¿quieres pasar? —Le preguntó con una voz que pretendía ser sensual e insinuante. Le produjo arcadas.

Esbozó aquella sonrisa dulce, inocente, tímida que hacía que todos y todas cayeran como moscas. Al acercarse a ella, percibió el nauseabundo aroma que desprendía. Su aliento olía a sexo, a semen, a huevos podridos. Aquello, junto al olor rancio de sudor que cubría su persona, hizo que se planteara irse a otra parte, buscar algo mejor. Entonces vio la forma en que se curvaban los labios cubiertos de un carmín del color de la sangre. ¿Le gustaba el rojo? Pues él la quería cubrir de sangre. Iba a cubrirla de sangre.

Aceptó su invitación y entró en la vivienda. Allí el hedor era aún peor. Se fijó en su pobre presa, que poco sospechaba que acababa de dejar que la muerte se le colara en casa. El pelo pelirrojo, los ojos azules, la piel pálida. Era bastante más joven que las otras, pero no le importaba. Merecía morir, pagar por las desgracias que su sola existencia producía en el mundo. Su deber era purgar aquella plaga, y pensaba llevarlo a cabo.

Cerró la puerta a su espalda. Empezaba el espectáculo.

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⏰ Última actualización: Jul 04, 2015 ⏰

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The Thespian (Homoerótica) [En parón por el momento]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora