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Volkov miró una vez más las manecillas del reloj de pulsera que adornaba su muñeca. Se movían más despacio de lo que a él le habría gustado, pero aunque lento, el minutero avanzaba con una precisión implacable. Los segundos se sucedían uno tras otro sin saltarse una sola décima, y donde antes la larga aguja señalaba las doce, ahora se posaba sobre el uno. Ahora sobre el dos.

En otra ocasión podría haber disfrutado de esos minutos extra de soledad. Habría cerrado un momento los ojos para escuchar el suave y constante golpeteo del agua contra el casco del barco, se habría dejado mecer por el leve balanceo que éste provocaba, habría saboreado el vaso de vodka que permanecía intacto sobre la madera de la pequeña mesa frente a él y habría prestado atención a la conversación que tenía lugar entre las gaviotas y el viento.

Pero no esta vez. Se dijo a sí mismo que su intranquilidad se debía a las miradas incómodas de los camareros que, de pie junto a la barra, esperaban y cuchicheaban, conscientes como él de que la otra persona tendría que haber llegado ya. Sus ojos se dirigieron a la zona de cubierta por la que debía hacer su aparición, pero Horacio no llegaba.

Se preguntó si estaba haciendo lo correcto, arriesgando tanto por encontrarse con una persona de la que apenas había sabido nada durante años. Alzó la vista al cielo, buscando una respuesta a esa pregunta sin palabras, y sintió que, desde algún lugar entre aquellas nubes grises, Alexandra le sonreía. Desde que había conseguido aceptar la muerte de su hermana, se había acostumbrado a imaginarla, y al hacerlo ya no había rastro de culpa, dolor ni remordimiento. Había tristeza, esa nunca se iría, una suave melancolía condenada a acompañarle en cada paso que estaba destinado a dar, pero se sentía al fin libre de las correas autoimpuestas que le impedían avanzar.

Libre, pero vacío.

Se removió en su asiento tratando de olvidarse de aquel curioso e inusual revoloteo que sentía en el estómago desde hacía dos noches, cuando había recibido aquella inesperada llamada.

Se encontraba en la desvencijada habitación que había alquilado en Kovrov, una pequeña ciudad a escasos setenta kilómetros al oeste de Súzdal, sumergido en el segundo tomo de Guerra y Paz, cuando el insistente zumbido del teléfono que guardaba en el fondo del cajón de la mesita de noche interrumpió su lectura.

Se levantó del viejo sillón de orejas, que protestó con un crujido de sus oxidados muelles, y se apresuró a sacar el móvil de su escondite. Sólo dos personas tenían ese número, y las dos sabían que sólo debían marcarlo en caso de extrema necesidad.

Pero el número que brillaba en la pantalla no era el de Nikolai, como esperaba, ni tampoco el de Greco, el cual había memorizado tras su fugaz encuentro en España. Era un número desconocido y Volkov no se encontraba en situación de responder llamadas desconocidas. Se sentía bastante tranquilo respecto a su improcedente renuncia -y posterior fuga- al CNI, pero uno nunca podía relajarse demasiado.

No respondió. Dejó el teléfono sobre el viejo colchón de la cama, y esperó a que dejase de sonar sin apartar la vista de la pantalla. Dejó salir un suave suspiro cuando la luz del teléfono se apagó permitiendo que el silencio recuperase su soberanía sobre la habitación, y volvió sobre sus pasos con intención de retomar su lectura donde la había dejado.

Pero no llegó siquiera a sentarse cuando una nueva vibración, más corta que la anterior, volvió a interrumpir el silencio. Esta vez era un mensaje, y la curiosidad era demasiada como para dejarlo sin leer.

"Ey... No sé si te acordarás de mí. Soy Horacio."

Volkov se sentó sobre el colchón con la mirada clavada en esas pocas letras que ocupaban parte de la pantalla. Horacio. El nombre traía demasiados recuerdos, y removía una herida que, a pesar de lo mucho que había cambiado, no había sido capaz de cerrar del todo.

A reason to go back (to you) | ONE SHOT VOLKACIODonde viven las historias. Descúbrelo ahora