El ángel

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A veces mis invitados se preguntan por qué algunos de los cuadros colgados en mi casa están cubiertos. Supongo que esta historia responderá a la duda.

Llegué al pueblo a principios de Septiembre. Conociendo los hechos que allí se produjeron, creo necesario omitir su nombre. Diré que en aquel entonces contaba con alrededor de seiscientos habitantes y que se levanta en algún punto del interior de España. Hasta aquel día yo había vivido en Madrid; la razón de la mudanza no fue otra que la de ayudar a mi tío en su bar. Yo tenía entonces veinticuatro años.

Aclimatarme al ámbito rural fue más fácil de lo esperado. Siempre tuve una mente inquieta poco amiga del aburrimiento. Podía considerarme afortunado, mi tío poseía la única televisión a color en todo el pueblo. Sin embargo, no había teléfono en casa y había prometido a mis padres que les enviaría cartas con frecuencia; hubiera cumplido la promesa de no haber tenido que abandonar el pueblo tan pronto.

La misa de los domingos parecía multiplicar la población, que se congregaba con fervor delante de la iglesia. En aquellas muchedumbres conocí a algunos jóvenes, a un par de ellos ya los había visto en el bar. El grupo de amigos estaba formado por cuatro chicos y una chica. Vislumbré en ella algo especial. Ellos se presentaron y me hicieron saber que el nombre de la chica era Elisa. También me dijeron que ella no se presentaba porque era muda. No tardé en ser uno más del grupo.

Nos solíamos reunir a la tarde en el bar. Yo me fijaba en Elisa. El magnetismo de su presencia contrastaba con su timidez. Tenía el pelo liso y corto y los ojos ligeramente rasgados insinuaban un origen oriental. Su sonrisa sería hermosa si no tuviera la desafortunada costumbre de cubrirla con sus manos. Los amigos me dijeron que ella también había llegado al pueblo unos meses atrás y que desconocía muchas costumbres.

En alguna ocasión pasee a solas con Elisa, que no dejaba pasar una planta sin acariciar y tenía un talento especial con los animales. Yo envidiaba que se le acercaran los asustadizos gatos y una vez llegué a ver un gorrión posarse en su frente mientras ella miraba las nubes. Ventajas de tener una apariencia angelical, pensé. Desafortunadamente, un chico de ciudad como yo no podía ofrecerle mucha información sobre la naturaleza. Sus ojos y su desconocimiento de las costumbres me hicieron preguntarle por un origen extranjero; su reacción pareció confirmarlo. La única razón por la que no pregunté más detalles fue no querer evidenciar mi vergonzosa ignorancia en geografía.

Fue a mediados de Octubre cuando el ayuntamiento organizó un concurso local de pintura. Elisa se mostró interesada y entre todos la animamos a participar. Desconocíamos su lado artístico pero no nos sorprendió. La exposición se realizó en un pequeño local propiedad de un vecino. Allí se reunió demasiada gente y el opresivo ambiente nos hizo salir al grupo de amigos, solo Elisa quedó dentro. Los cuadros esperaban la inauguración cubiertos por una tela. Cuando se descubrieron las pinturas, empezó un murmullo que pronto se hizo alboroto y gritos. Elisa había pintado un cuadro abstracto y sus inexplicables formas enloquecían a la gente. Los presentes se alejaban de ella mientras la señalaban y la insultaban, el párroco del pueblo la denunció como un monstruo y reclamó violencia. Los vecinos se dejaron llevar por aquella gutural voz religiosa. Elisa salió corriendo y pasó por delante de nosotros, que aún no comprendíamos la confusión. Sin embargo actuamos con rapidez al notar la agresividad de la gente y bloqueamos la puerta con nuestros cuerpos. Los vecinos nos gritaban que la chica era un monstruo y que había que acabar con ella. Entendí que mis amigos se bastaban para impedir el paso y corrí en ayuda de Elisa.

Llegué a su casa alterado y jadeante. La busqué sin éxito. Miré por la ventana y a lo lejos vi aparecer la muchedumbre asesina. Allí estaban mis amigos, que vieron el cuadro y sucumbieron a la furia. Bajé al sótano, el único lugar que no había explorado. Di la luz pero apenas iluminaba. Descubrí a Elisa agachada en la oscuridad de una esquina y me acerqué a ella lentamente. No me alarmé cuando me miraron con miedo sus innumerables ojos, tampoco cuando los tentáculos intentaron ocultar con timidez lo que me pareció una cara. La llamé por su nombre y extendí una mano de ayuda. 

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