Me había sentido oprimida demasiado tiempo. No es poco después de un matrimonio. Qué valgo yo si no tengo historias para contar luego de desaparecer un par de días. Me fui a otro país, a la playa, a ver las aves robar lo que habían recogido los pescadores durante el día. Las gaviotas abrían las alas casi encima de mí, dominantes, amplias, y yo me sentía un poco como ellas. Quería abrir las alas del centro de mi cerebro, agudizar mi tacto y oler la sal del mar en el cuerpo de otro.
Salí del hotel en la noche por una pizza. Antes me puse un escote. Me senté en una terraza y de fondo veía a un joven guapo llamar clientes al restaurante de al lado. Qué más podría describir si solo me interesaba verlo, mantener el contacto visual aún en completa sobriedad. Mantenerlo aún cuando sus ojos querían intimidar a los míos. Cené. Me levanté de la mesa y cuidando mis pasos para parecer que caminaba armoniosa con la brisa, pasé en frente de él. Me pidió que me acercara y que le diera mi número para mensajearme.
Fui al hotel y esperé atenta a que me escribiera. Lo hizo un par de minutos después. Salía a las 10, eran las 9. No me escribió de nuevo hasta las 11. Dijo que fue a casa antes de querer verme. Lo entendí. Me dijo que pasara nuevamente por el bar donde trabajaba. Fui allí, eran solo dos calles después del hotel. Justo antes del restaurante, escuché mi nombre desde una casa vieja con puertas de madera. Fui allí. Era un bar de hippies, desgastado, de bajo presupuesto, todo viejo. Estaba sentado en medio de la oscuridad. Prendió un cigarro de marihuana y me senté a su lado. Hablamos un poco de su país, del mío, del por qué estábamos ahí sentados ese día. Acabó su cigarrillo, tenía lindos ojos miel y barba roja. Fuimos a un bar muy cerca, tomé una cerveza. Hacía varios años que no tomaba una gota de licor, pero qué valgo yo si no puedo ausentarme de la sensatez por lo menos un momento. Bailé, su baile era torpe, pero me moví para él. Me dio un beso que sabía a cigarrillo y marihuana, luego al metal de la joya que llevaba en su lengua. Mi primer beso tras un divorcio. Necesario para sentir que podía romper con el vínculo invisible de una promesa de monogamia hasta la muerte. Me dejaría llevar. Pude parar en cualquier momento. Quería más, contar algún día que me había acostado con un desconocido en un viaje sola a la playa. Siempre es necesario contar esa historia una o más veces, sobre todo más veces.
Fuimos afuera por otro cigarro de marihuana. Un par de besos más. Era tarde. Hacía calor y caían unas finas gotas de lluvia. Sonaban fuerte las olas. Su piel bronceada hacía intenso el color de su barba y sus ojos. Nos fuimos de allí, de camino por el malecón, un poco en la oscuridad, un poco en la lluvia, con la seguridad que me brindaba ir caminando con quien vendía las drogas en esa playa. Sí, eso hacía además de ser mesero en ese restaurante donde lo vi una par de horas atrás.
Camino a mi hotel me invitó a su casa, un par de minutos en taxi, me dijo. Yo no quería ir a otro lugar. Mi capacidad de riesgo no me daba licencia de moverme mucho de ahí. Le pedí que volviéramos a ese bar de hippies donde nos habíamos encontrado, ese justo al frente del restaurante donde él trabajaba. Él lo cuidaba eventualmente, así que estaba solo y él tenía las llaves. Entramos pero había una cámara de seguridad abajo, así que fuimos arriba. Cruzamos las escaleras en la oscuridad, encontramos una sala de techo alto y piso de madera. Al frente una chimenea bastante grande con restos de leña. Suciedad, abandono, un balcón abierto desde donde se veía la lluvia y también el mar. Qué valgo yo si no puedo contar que tuve sexo en medio de una casa abandonada con alguien a quien acababa de conocer.
Fuimos a un improvisado sofá de estibas y cojines, al frente, sobre la mesa, colillas de cigarrillos y marihuana. Al lado un baño de cerámicas oxidadas. No había agua ni electricidad. Me senté sobre él en el sofá de estibas y volví a saborear la joya de su lengua, hice círculos suaves con mi cadera sobre su pelvis. No necesitaba ya ningún estimulante que me sacara de la sensatez. Esa realidad me gustaba. Cerraba los ojos para escuchar el sonido de la lluvia, los abría nuevamente para arquear la espalda, ofrecer mi cuello y descubrir el techo decorado con telarañas. Me acercaba nuevamente a él y sentía su olor, el olor a la playa, el sudor madurado que deja el cigarrillo, su barba espesa olía a sus besos.
Me puse de rodillas sobre el suelo, abrí su cremallera. De su pantalón salió un gran pene erecto y recién depilado. Por eso había tardado hasta las 11. Él se quitó la camisa, su pecho delgado, un par de tatuajes buenos, otros tantos de adolescente. Cuando mi boca cubría completamente su pene, estiraba la punta de la lengua para acariciar las arrugas de sus testículos sudados. Succioné. Mi lengua se movía por todas partes, rescatando la saliva que se escapaba de mi boca que se hacía agua. Volví a subir a su pelvis. Me senté sobre su pene y como si se tratara del tiempo que viene en pausa, como una cámara lenta, visualicé cómo entraba cada milímetro dentro de mi vagina, que jugosa brotaba humedad por sus paredes. Mis ojos cerrados, en mi mente un cine que proyectaba los close up de mi vagina, haciéndose cada vez más húmeda, como un pantano en el que caes y ya no puedes salir. Me moví en círculos sobre él. La lluvia golpeaba con suavidad el techo y yo sentía que la lluvia estaba dentro de mí, que acumulaba agua que ya tendría que salir. Y así fue. Toqué un poco mi clítoris por encima, la cabeza me comenzó a hormiguear, una tormenta eléctrica subía por mis muslos y estallé en fluidos encima de él. En el piso se hizo un charco de barro por la suciedad. Charlamos un poco más, ambos acabábamos de salir de relaciones formales, éramos los primeros cuerpos que tocábamos después de eso.

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Relatos Eróticos - Amaranta Hank
Historia CortaEntre la realidad y la ficción, descubre las historias que van más allá de mi desnudez.