Abrió una libreta y comenzó a escribir con la pluma recién comprada. Tres palabras más tarde la soltó aterrado. Su mano había escrito sola, provista de una voluntad propia. Primero tuvo sudores fríos y luego alguna lágrima. Calló de rodillas y se cubrió la cara con desesperación.
El hombre que sufre en el suelo se llama Carlos Riquelme. Antes de contar su historia sería oportuno conocer algunos detalles sobre él. Tiene cuarenta y dos años y vive en Salamanca, en una casita vieja protegida por altos edificios de apartamentos, un anacronismo arquitectónico que a muchos agrada la vista. Es escritor de escaso éxito y le apasionan las plumas, las colecciona e incluso las fabrica artesanalmente. Sus plumas de creación propia poseen una calidad inesperada y muchos opinan que debería dedicarse a venderlas en vez de intentar vivir de su desafortunada literatura. La última pluma que elaboró se la regaló por el cumpleaños a Eduardo Pimentel, un escritor de más años y más éxito. Aunque hablaban a menudo, la relación entre ellos era extraña; Carlos lo admiraba en público y lo envidiaba en secreto. Durante mucho tiempo quiso confesarle ese sentimiento pero pocos días después de recibir el regalo Eduardo Pimentel se quitó la vida.
Carlos seguía de rodillas en el suelo, sintió un impulso inapelable que lo sentó de nuevo en la silla y le exigió escribir. Su mano actuaba por cuenta propia. Se detuvo solo para mirar la pluma con odio. La había comprado de segunda mano en un anticuario cercano que visitaba con frecuencia. El propietario, conocedor de los gustos de su cliente habitual, se la había recomendado. Estaba desgastada y el diseño era tosco, violento, muy diferente de la elegancia habitual de las plumas que él fabricaba, pero precisamente esas imperfecciones fueron las que lo habían seducido. El ostentoso clip que la coronaba también había influido.
Luchó para dejar de escribir. A duras penas cerró la libreta. Salió de casa con ella bajo el brazo y con la pluma en el bolsillo interior de su chaqueta. Se dirigía al anticuario con paso rápido en busca de información. Preguntó por el origen de la pluma. El propietario admitió que la había recibido de un joven de pelo rizoso con la condición de que solo la vendiera a Carlos Riquelme, pero antes de hacerlo un anciano le había ofrecido por ella una suma desproporcionada y no la había rechazado. Tras el fallecimiento del anciano a las pocas semanas, su hija había devuelto la pluma al anticuario. Carlos realizó algunas preguntas y obtuvo la dirección de la familia, que vivía en la calle paralela, y el teléfono del joven rizoso. No perdió el tiempo y salió de la tienda.
Iba corriendo pero tuvo que detenerse a escribir. Sentía el impulso irresistible de una adicción. Tres o cuatro líneas después consiguió levantarse y continuar el viaje a duras penas.
Lo recibió la hija del anciano, que cometió la temeridad de dejar pasar a un hombre tan calamitoso. Carlos preguntó por la pluma. La mujer le explicó que la había devuelto por los malos recuerdos que le traía. La había comprado su difunto padre y desde el primer día una pasión insana lo había consumido. La mujer hizo un parón, sabía que lo que iba a decir resultaba poco creíble. Dijo que después de varios días de escritura ininterrumpida su padre se había suicidado y que la historia que había estado escribiendo explicaba en detalle sus últimos días. Esto no sorprendió a Carlos, más bien confirmó lo que ya estaba sintiendo en sus carnes.
A continuación llamó al joven de rizos desde una cabina y averiguó que también vivía en Salamanca. Tomó un autobús, en dónde la pluma lo doblegó de nuevo y lo forzó a continuar la historia. En el relato que estaba escribiendo, el protagonista ya había comprado un objeto maldito y buscaba información sobre él.
Carlos está ahora mismo delante de la puerta. El joven tarda en abrir. Se ven finalmente las caras. A Carlos el joven le resulta familiar; el joven reconoce a Carlos, también percibe la agitación del escritor y tras un segundo de pausa se decide por una sonrisa soberbia. El hombre nervioso se presenta: "Me llamo Carlos Riquelme". El joven responde: "Yo soy Mario Pimentel".
El apellido lanza a Carlos por los suelos. Tras recuperar la compostura, saca la pluma del bolsillo y la muestra. Pregunta al joven que qué sabe de ella. Mario responde.
— Quizás sepa usted más. Al fin y al cabo es usted quien la creó y quien la regaló a mi padre. Aun estando envilecido por el efecto maldito de la pluma, mi padre adivinó sus intenciones y calculó una venganza. Yo lo tomé por una locura de la vejez, y aunque fingí creerle para no disgustarlo los hechos acabaron por corregirme. En algún momento usted confesó a mi padre sus gustos en lo relativo a las plumas, con esa información modificamos la pluma asesina que usted nos envió para hacerla irreconocible y atractiva. Razoné que entregársela directamente podía levantar sospechas. Como ve no soy buen actor, tampoco quise implicar a terceros, con una excepción. Se la confié al dueño del anticuario que usted frecuenta con la condición de que nunca la usase y de que se la recomendara y vendiera solo a usted. Luego esperé, hasta hoy.
Carlos Riquelme concluyó su historia tres días más tarde. La pluma dictaminó un final de fuego y las llamas consumieron la casa, el cuerpo y el objeto maldito.
ESTÁS LEYENDO
Errores de un escritor
Short StoryAbrió una libreta y comenzó a escribir con la pluma recién comprada. Tres palabras más tarde la soltó aterrado. Su mano había escrito sola, provista de una voluntad propia. Primero tuvo sudores fríos y luego alguna lágrima. Calló de rodillas y se cu...