Sosiego, incompetencia, cansancio, el camino, la nada, treinta años y
nada. Tres décadas con estos mismos zapatos, con esta misma ropa, con
este mismo caminar y la insatisfacción apretada al alma. Ser periodista,
literata y artista; tres profesiones sin gratificación alguna, sin ideas, sin
consecuencias.
Camino hacia el frente, solo hacia el frente; la calle no es un camino, la
calle es solo una acera gris, un mundo de cemento, árboles dibujados con
una capa gruesa de polvo, el verde perdido. El aire que respiro entra como
una bocanada de vida marchita. Observo a las personas que caminan a mi
lado, ajenas, y yo acelero el paso, no quiero estar cerca, ni ser parte de ellas,
huyo de este mundo donde muero paso a paso. Nací en una sociedad muerta
que dice estar viva, pero que solo se siente respirar, la de pañitos de agua
tibia y sueños mediocres.
Voy caminando por una calle estrecha, donde, hacia el final, hay un
edificio abandonado de aproximadamente diez pisos; en lo alto, una terraza
amplia. Desde ahí pretendo bajar y hundirme en el asfalto, volverme un mar
de huesos y sesos. Lo tengo anotado en mi agenda: fecha, hora y lugar. Mis
cartas aún no han sido entregadas; ya no hay palabras, historias, recuerdos o
sueños. Solo me queda la maldita frustración de una vida que no parece ser
mía, de mil eventos, de millares de escenas perdidas en el fondo de los
deseos. ¿Luchar? No me interesa luchar, la vida por sí misma es una lucha
continua, el universo todavía no se ha confabulado a mi favor.
El escape, el volar, el pensamiento final. ¿Coraje? Lo tengo. Está entre mi
estómago y mi gastritis, entre estas manos vacías, en este bolso de mujer
que no contiene maquillaje, en una vida sin otro y sin necesidad de otro.
Mis sentimientos se han desgastado, el contacto físico se me hace
innecesario; todo fue ocupado por los libros que se aglomeran sobre la mesa
en la que ceno sin compañía. En los anaqueles inmóviles, los libros no son
más que ideas empaquetadas en palabras y hojas, ninguno tiene vida. Si mi
mente no recrea lo que las palabras relatan, todo en mí ha muerto. ¿Me ves
caminando? No soy yo quien camina, ni soy un camino andado. No soy más que mil pensamientos copulando, aquellos que quieren descansar, sin lucha,
sosteniendo la vida en el espacio. Respiro, pero nada cambia; siento el aire,
pero no siento el pecho. ¿Quién decide cuándo se acaba la vida? ¿Acaso
tengo la obligación de vivir?
La soledad habita en todo. En el país de los muertos está presente como
camino, como las voces incomprendidas, como los besos no dados, como
los coitos interrumpidos. Los zapatos son manipulados por un ser que ha
llegado a su destino, un escenario de vida en un estallido de muerte. Al fin,
el fin. Los pasos y el camino, el edificio y su altura. Las personas pasan,
algunas levantan la mirada hacia el tejado. ¿Acaso sospechan mis
intenciones?, ¿qué me delata? Yo los imito. Observo a un hombre de no más
de veintitrés años que está en mi sitio, que está hurtando mis íntimos
deseos, robando mi escenario, mi idea.
El hombre mira al vacío, mientras yo veo como mis planes se vienen
abajo. Llego hasta aquí sometida por la ansiedad que me genera la muerte y
¿debo hacer turno?, ¿dónde está la fila de los suicidas? Seré la segunda en
todo. ¡Maldito escenario en mitad de la calle! Un hombre en lo alto no se
decide a saltar. No puedo ver más que su rostro sereno, su estatura de metro
ochenta; es delgado y pálido. Su cabello es de color castaño y viste pantalón
de dril color caqui, camisa de puño a cuadros café con líneas blancas y
zapatos marrón tipo mocasín.
Las personas se agrupan mientras el tiempo avanza. Yo me quedo aquí,
entre el gentío, sin tener otro lugar a donde ir. Mi sitio ha sido invadido. La
policía llega, acordona el área y pide a las personas que se alejen. Poco a
poco llegan fotógrafos y periodistas que filman el evento, como si fuera un
partido de fútbol, un programa llamativo en el que intentan persuadir a un
hombre que parece ido. Su familia no está, nadie sabe quién es ni el porqué
de sus razones, el porqué de robar mi idea y caminar en el espacio que solo
a mí pertenecía. Yo hubiera saltado sin pensarlo tanto. Qué pérdida de
tiempo. Me exaspera tener que retrasar este momento. Sin embargo, el
morbo me consume y quiero ver el desenlace de esta escena. Sigo siendo
del pueblo, del gentío que se maravilla con grotescos espectáculos.
El tiempo corre y el hombre sabe que ha llegado su momento. Empieza a
arrojar sus documentos de identidad, su billetera, todo lo que tiene a mano. El reloj se estrella en la acera y se destroza en pedazos. Es divertido oír el
grito de la gente cuando algún objeto cae al suelo. Estoy en el circo: la vida
y su continuo escenario. Un cielo azul con pocas nubes atraviesa el día, el
sol parece muerto aunque está presente sobre nuestras cabezas. En los
rostros de las personas que están a mi lado se dibuja el pánico y algunas
lloran resguardando el rostro entre las manos abiertas. Yo estoy serena, algo
cansada e insatisfecha. Mi trayecto fue largo y mi salida, una pérdida de
tiempo. No puedo decidir nada, un imbécil me ha cogido el sitio. El mundo
y sus ambigüedades. Un hombre en lo alto de mi muerte. No puede ser más
triste este día en esta Bogotá helada.
El tiempo se agota. El hombre es consciente de ello y las personas
presentes también. Nadie sabe qué pensamientos se cuelan en una mente
que ha decidido acabar con su propia vida. Yo estoy en el mismo lugar, a la
expectativa. Quiero ver la siguiente escena: el salto o no, la pérdida de los
estribos; puede que la razón lo haga reencontrarse y decida bajar
calmadamente, evitar la euforia colectiva. Mis pensamientos están siendo
procesados, diluidos en un nuevo malestar que se presenta en la boca del
estómago. Siento un hormigueo en el pecho y mis manos empiezan a sudar,
mi corazón da tumbos, deseo irme, ya no quiero presenciar esta puesta en
escena. Hasta aquí llega mi intención de ver este declive. Los automóviles
se detienen. Un hombre salta al vacío. Hay personas que gritan, otras lloran,
algunas se tapan lo ojos y los más morbosos quieren mirar cada segundo de
la caída. El cuerpo vuela y se escucha un golpe seco, como un crujido de
huesos rotos. La acera ahora está ensangrentada y sostiene un cuerpo
destrozado que no se mueve. Un paramédico corre, examina su pulso y su
pecho; no respira.
El gentío observa la imagen caótica: el cuerpo, los miembros inertes,
ambulancias y médicos. Un joven que no tiene nombre ni apellido ha
muerto. Su billetera ha caído. Un hombre de estatura baja, moreno y grueso,
la examina. Mira su contenido, arrojando rápidamente lo que no parece
serle útil. Mientras unos lloran, otros se ganan la vida. No puedo dejar de
observarlo, él se da cuenta y me mira a los ojos desafiante. La policía llega,
el hombre se siente descubierto y huye. En su huida deja caer la cartera del
hombre que ha saltado. Todos ven el cadáver mientras yo camino hacia el
lado contrario. Tomo la documentación por inercia, aún tengo algo de periodista. El miedo me consume, debo huir, sería el colmo que me
capturasen robándole a un muerto.
A las 3:05 p.m. del día dos de julio del año 2011, el inspector de policía
D.P.T. y el secretario P.L.U. de la ciudad de Bogotá proceden a inscribir la
defunción de J.P.M., joven de veinticuatro años de edad, original de
Usaquén, ciudad de Santa Fe de Bogotá. Hijo de M.C.P. y A.J.C.;
profesión, X y estado civil, soltero. El hombre, J.P.M., salta al vacío desde
un edificio departamental situado en la calle 108, Nº 35–42. La caída le
causa un trauma craneoencefálico severo posterior al impacto desde 50
metros de altura. En el cuerpo se evidencia una fractura a nivel de cráneo,
costillas y miembros inferiores, fisura a nivel de las vértebras cervicales,
contusiones a nivel de los tejidos blandos.
Me alejo de allí. La confusión de la muerte de J.P.M. me derrumba. Mis
ideas están convulsionando, nunca vi tan de cerca la muerte. Nunca olvidaré
su rostro en lo alto, ni su piel pálida lavada en sangre, ni su cráneo roto en
el piso y las deformidades de su cuerpo, el golpe seco, las personas gritando
impresionadas, un mocasín en su pie y el otro sin calzar.
Tengo su identificación en la mano, la cogí cuando la gente observaba
otras escenas. Soy una ladrona, ladrona de muertos suicidas. Camino
deprisa, como si alguien siguiera mis pasos. No suelo utilizar el transporte
público, pero deseo huir rápidamente de aquí. Tomo un bus urbano casi
desocupado; hay cinco personas, cada una sentada en un extremo del
vehículo, como si temieran un poco de comunicación.
El autobús es lento, debí caminar. Esto no era lo planeado. Debería
haberme subido allí, lanzarme al vacío, volar, estrellarme contra el asfalto,
los gritos deberían haber sido por mi causa. Yo no me hubiera demorado
tanto para saltar, no hubiera esperado a un público morboso. Tal vez me
hubiera fumado un cigarro al subir hasta el último piso, hubiera tomado las
escaleras sin que nadie lo notara, subido peldaño a peldaño, inhalando y
exhalando humo, bocanada tras bocanada, pensamientos tras pensamiento.
Mi intención era fija: morir.
Decidí morir hoy, sobre las 3:00 p.m. Aquí está escrito en mi agenda:
Muerte, el 2 de julio del 2011 a las 3:00 p.m. Después de eso no hay nada.
Nada. Ahora voy en un bus y me dirijo a mi casa, donde mi carta suicida reposa sobre la mesita de noche. Mi vecino cuida de mi gato. Revalúo los
hechos. De nuevo, abro mi agenda. Orden del día, bolígrafo indeciso.
Llegaré a casa a las 4:30 p.m., veré las noticias sobre J.P.M., destruiré la
carta suicida, o tal vez la lea. ¿Cuál sería la razón de ese suicida? La mía,
insatisfacción hasta con mi propio respirar, con el mundo, con mi trabajo
mediocre. Trabajo. Dije que no volvería en semanas.
No hay nada de comer en casa, todo está saldado. ¿Pienso en vivir, en
buscar otra idea? Una forma digna de suicidio. ¿Una horca? No hay una
viga o una vara alta en la habitación, además odio sentirme ahogada. Si me
lanzo por la ventana de mi apartamento, me romperé el cuello; si sobrevivo,
es probable que me quede cuadripléjica. No, esa es una mala idea.
¿Cortarme las venas? No, demasiado romántico. Quizás en gran estado de
ebriedad, pero la idea de una cuchilla cortando mi piel me hace recordar
novelas románticas, de esas que echan en televisión al mediodía. La muerte.
La muerte por sí misma es una idea romántica. Su abrazo debería haberme
tomado por los aires sin oír nada más que el aire estrellándose en mi piel.
No llegar a casa, al mismo vacío lugar. Mi vida se aleja frente a mis ojos.
No intento agarrarla, la veo diluyéndose desesperanzada.
La ciudad es una visión difusa e intento concentrarme en las casas, se me
hace imposible alejar de mi mente a J.P.M. ¡Maldito! ¿Por qué tuvo que
matarse?, ¿por qué tuvo que robar mi plan? No puedo ni matarme como yo
quiero. Tener tantos, tantos deseos de extinguir esto que no sirve, este
cuerpo que no es nada y no poder hacerlo, me frustra. No hay una pequeña
voz que me diga: “detente”. Mi mente solo desea saltar, delimitar esto que
no tiene sentido. Qué patético no ser nada en un mundo de muertos. ¿Vivo?
No ves que no pertenezco a esos seres que viven de ilusiones. ¿Qué es el
mundo sin ilusiones? Cuando llegue a casa, estará tan vacía como mi alma.
Si saludara, nadie contestaría. ¿Puedo vivir otro día acarreando este lastre?
No quiero más esta carga, el peso de un alma que no siente, que no avanza,
que sí respira, pero es irrelevante. Escucho el silencio, solo puedo hablar
conmigo misma, un interminable soliloquio al que le han regalado otro día.
Me robas las energías, J.P.M. No olvidaré tu nombre, ladrón de ilusiones
negras, raptor de salidas efímeras, pícaro de cabellos castaños. Hoy has perdido un mocasín y tu documento de identidad es mío. Acabo de
recordarlo y lo saco de mi bolsillo amnésico.
Número: 82.085.539
Apellidos: M.P. Nombre: J.P.
Fecha de nacimiento: 3 de febrero de 1988
Lugar: Cundinamarca–Bogotá D.C.
Estatura: 1.80 G.S. RH O+
Sexo: M
Fecha y lugar de expedición: 8 de octubre del 2006
Registrador Nacional IDE
En su foto diagramada, puedo observar a un joven serio que fija los ojos
en la cámara. No sonríe, su rostro no posee expresión. Es blanco, guapo,
ojos color café, cabello corto y bien peinado. No dice mucho este
documento, no sé qué hago con su DNI. Me siento perdida y ahogada.
Empiezo a llorar al mirarla, pude haber sido yo. ¡Qué desgracia! ¡No lo fui!
No quería regresar a casa, quería arrancarme la vida de una vez. Solo eso.
Irme, perderme sin más ni más. Me siento más vacía que antes, sin un
sentido, sin un deseo. Las lágrimas caen, no me quitó nada, simplemente
nada poseo, no hay llama, nada he conseguido, solo un carnet extraño en un
día suicida.
Las personas que viajan conmigo en el bus me observan. Toco el timbre,
aún quedan algunas calles, pero es mejor caminar. El autobús se detiene
lejos del andén. Tal vez me mate un coche, aunque la calle parece desierta.
Sigo llorando y caminando despacio. Las nubes se avecinan, me puedo
ocultar en ellas. En la portería de mi edificio, no encuentro más que al
celador de turno. Saludo afablemente, sin detenerme en una conversación.
Subo por las escaleras sin querer tomar el ascensor. Las luces se prenden a
mi paso; el lector de movimiento hace que se enciendan y pueda ver cada
peldaño. La puerta color café de mi apartamento queda, finalmente, delante
de mí. Meto la llave en la ranura. Eso es todo, el suspiro, la repetición
constante del día a día. Tengo la impresión de que he caído. J.P.M. no murió, fui yo. La casa está
igual, el mismo olor, la misma sensación, y la recorro como si caminara por
ella por primera vez. Voy hasta la habitación para leer la carta que está
sobre la mesa de noche, escrita en papel Kimberley:
Me dirijo a la nada, me alejo entre las nubes y a las 3:00 p.m. me voy
como vine a este mundo, entre las lágrimas y el descontento. No tengo
energía y estas pocas letras son la despedida de un pensamiento claro y
resuelto. Me despido de mis padres, a quienes amo. No culpen a nadie de
una decisión que solo yo he tomado, solo yo tengo la culpa de una historia
sin sentido, a nadie se puede culpar de que el deseo no haya nacido en un
alma apaciguada, del desprecio por el mundo como lo conozco. A mi
hermano solo puedo decirle que esta no es una salida fácil. Ni tú ni nadie
pudo haberme salvado. Vive por mí, por los dos. Me diste toda la vida que
pudiste, yo era un fantasma insatisfecho, solo eso, un ente que respiraba y
pretendía tener sueños, moldearme a una idea, pertenecer a algún lado, a
un amor que nunca llegó, a un sentido que nunca se dio. Las pieles que
arribaron no llenaron un corazón que no palpitaba, no se inmutaba. La
mujer, como representación de felicidad, no pudo enamorarme y tampoco
quise caminar al encuentro. Nací con el cansancio en los ojos, tres
profesiones y mediocre en todas. Ahora, en esta instancia, solo puedo
agradecer lo poco que obtuve de este paupérrimo mundo: a Natzu.
Cuidadlo como yo lo haría, mis pertenencias son para vosotros. Mis deudas
están saldadas, así como mi paso por la vida que dejo esta tarde.
Empieza a anochecer. Me quedo con la carta en la mano mientras la
oscuridad me cubre, sentada en una cómoda poltrona cerca de la cama.
Desde aquí puedo contemplar la ciudad, ya que mi apartamento está en el
tercer piso. No salté de aquí por miedo a quedar viva y con el cuerpo
destrozado. Observo edificios y coches, aunque realmente no veo nada;
revivo la caída de J.P.M. una y otra vez, con los ojos abiertos, mirando una
oscuridad que no identifica apariencia.
El timbre suena y me despierta de mi impávido pensamiento. Cierro los
ojos intentando mantener mis pensamientos, el timbre suena y resuena. Me
levanto al ver la insistencia y atravieso el apartamento sin encender las luces. Parezco un ciego guiado por sus recuerdos. Nada cambia en este
lugar. Los muebles en su misma posición, el mismo olor, el mismo silencio.
En el umbral de la puerta aparece mi vecino con Natzu en brazos. Tengo
la impresión de que ha cometido algún destrozo. No dice nada, tan solo me
sonríe y me pregunta sobre mi día. Se acerca y cojo a Natzu. El hombre
habla de su rutina, no menciona nada sobre el gato. La conversación no se
acaba hasta que su compañera lo llama desde su apartamento. Le agradezco
que cuidara a Natzu y él sigue sonriendo, a la vez que observa
detenidamente mis labios. El segundo aviso desde su piso le hace
despedirse apresuradamente. Se aleja por el hall mientras yo sostengo a
Natzu en mis brazos. Me mira y maúlla. Entramos en casa y enciendo las
luces de la habitación, que se divide en un salón-comedor finamente
organizado, sin mucha decoración. Natzu salta de mis brazos y se siente
libre en el apartamento. Su raza es Abisinios, parecido a un pequeño
leopardo, tierno y cercano. Se pasea de un lado a otro. Ninguna habitación
permanece cerrada, le gusta ir y venir, aunque suele estar a mi lado,
acostado en mi regazo. Es hora de su cena, así que vamos a la cocina y le
sirvo su concentrado y agua. Arquea su espalda para que lo acaricie. Solo
come si lo acaricio. Me pregunto qué hubiera pasado si mi objetivo se
hubiera llevado a cabo. Natzu en casa de mis padres y mi hermano
consintiéndole la espalda.
La noche llega y no hay mucho por hacer. Qué día tan frustrado. Deseo
tomar una botella de vino y tal vez comer una caja de almendras, o
combinar el vino con unos caramelos de leche. Hace frío. La cena la
cambiaré por un desayuno mañana a primera hora. No creí que llegaría
hasta mañana. ¿Qué se hace al otro día de tu propia muerte, sin camino ni
claridad de un futuro extraviado en los deseos más oscuros? Pretensiones
interrumpidas por J.P.M. Tengo la garganta seca, bebo agua. Deseo endulzar
mis labios. Vino y caramelos. Vino tinto y caramelos de leche. Festejemos,
Natzu, tu ama ha fracasado y tú la tendrás hasta que ella construya otro
escenario.
Tal vez deba investigar sobre el tema, investigar suicidios y así crear el
mío: elaborado y poético. J.P.M., ¿cuáles serían tus razones?, ¿estabas tan
hastiado de esta pobre humanidad que no comunica nada?, ¿dentro de tu mente se movían tantas piezas enigmáticas como en la mía?, ¿tenías tantos
pensamientos en tu ser insatisfecho? Al saber que lo real y lo irreal están a
un solo paso, el soñar es para los ingenuos. Vivimos en una generación
tartamuda y autista, no hay cambios, no hay evolución, estamos estancados.
¿Te diste cuenta de eso, del estancamiento?, ¿cuál es la diferencia de tu vida
y la mía? Llegamos al mismo fin. Tú, siete años menor que yo, más sabio,
más madrugador, más rápido, más elegante; ladrón de ideas, ladrón de
escenarios, de horarios, de actos macabros. ¿Cuántos minutos nos separaron
de nuestro encuentro?, ¿diez?, ¿quizás veinte? Si no hubiera tenido que
aguantar la sonrisa del vecino llevándose a Natzu, si no hubiera ido a pie
hasta el edifico abandonado, ni hubiera fumado ese último cigarro… Tal
vez la idea de saltar desde un edificio sea una escena trillada. En Las horas,
Richard Brown se lanza al vacío, mientras una señora Dalloway
contemporánea lo ve alejarse entre la muerte y su difuso amor. Richard se
suicida por el peso de una enfermedad. Un escritor predestinado a una
horrible muerte ridiculiza mi idea; a él, el dolor físico se le hace
insoportable. La señora Dalloway, cuánto odie leer ese libro, y en cambio
ahora lo siento diferente; una vida vacía escrita de una forma simplemente
hermosa, con tantos detalles, para muchos, irrelevantes. La simplicidad de
ver todo con grandes ojos y describir cada percepción del mundo, cada
escenario, cada color, olor, forma, fondo. Nunca me gustó la forma de
escribir de Virginia Woolf hasta ahora que la entiendo, cuando no la leo, ni
quiero leerla. Ella se suicidó llenando sus bolsillos de piedras y caminando
hacia el fondo del río Ouse. La brisa, el agua, la tragedia, la muerte de
forma poética, inmortalizando el fin, su legado. Señora Dalloway, yo no he
hecho gran cosa. Su última carta fue encontrada por su esposo, Leonard
Woolf, en la que Virginia escribió:
“Siento que voy a enloquecer de nuevo. Creo que no podemos pasar otra
vez por una de esas épocas terribles. Y no puedo recuperarme esta vez.
Comienzo a oír voces y no puedo concentrarme. Así que hago lo que me
parece mejor. Tú me has dado la máxima felicidad posible. Has sido, en
todos los sentidos, todo lo que se puede ser. Creo que dos personas no
pueden haber sido más felices hasta que vino esta terrible enfermedad. No
puedo luchar más. Sé que estoy arruinando tu vida, que sin mí tú podrás
trabajar. Lo harás, lo sé. Ya ves que no puedo ni siquiera escribir esto adecuadamente. No puedo leer. Lo que quiero decir es que debo toda la
felicidad de mi vida a ti. Has sido totalmente paciente conmigo e
increíblemente bueno. Quiero decirlo… Todo el mundo lo sabe. Si alguien
podría haberme salvado, habrías sido tú. Todo lo he perdido excepto la
certeza de tu bondad. No puedo seguir arruinando tu vida durante más
tiempo. No creo que dos personas pudieran haber sido más felices de lo que
hemos sido tú y yo”.
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100 cartas suicidas
PoetryA quien me enseñó que: "No podemos cambiar el mundo, pero sí la percepción que tenemos de él". créditos a la autora Johana Quintero