Apología a Jantipa

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I

     La olla hervía la carne en el fogón montado por la señora de la casa. Se encargaba de sazonar precariamente el filete cuando terminaba de estar lista la comida; se sirvió vino, tomó el poco pan restante y se dedicó a degustar su almuerzo. Mientras comía pensaba en el asiento vacío, la figura que debía de estar y faltaba, el marido, había desaparecido para la comida una vez más. Resultaba un tanto imposible ignorar, como si fuera poco, la torpe preparación de la carne por la escasez asoladora de la despensa y la cocina. Los trabajos que soportaba por traer leña, su esfuerzo para traer algo de comida, sus viajes en la búsqueda del agua, los cuidados mismos de la casa, eran algo sobrehumanos para su condición al punto de rayar en lo intolerable. Su esperanza de un buen matrimonio se perdió en los años de nupcias contraídas ante la total y distinta realidad que vivía. Esperó vivir, alguna vez, con la tranquilidad del estatus de una orgullosa ateniense mientras su esposo cumplía a los deberes que estaba sujeto. Al menos se jactaba de la pequeña victoria que tuvo ese día al haberse llevado dos platos de comida a la boca, aunque ya para la noche no hubiese cena alguna ni nada con qué prepararla. Arrojó con furia los platos sucios, estrellándolos al suelo, y se marchó de la casa a buscar al desgraciado con quien los dioses la habían maldito.

      Iba directo a la plaza en la que usualmente se encontraba con sus amigos, conversando las usuales estupideces en las que perdía el tiempo. Para su sorpresa él no estaba allí y preguntó a uno de los que conocía bien los andares del vago.

     —Dulcísimo Critias, saludos. ¿No podrá decirme usted dónde se encuentra mi esposo? Necesito hablar con él ciertos asuntos —habló Jantipa con disimulada ira.

     —¡Bellísima Jantipa, saludos! Tanto tiempo sin verla. Sí, creo que puedo entender muy bien aquello de hablar con su esposo —contestó risueño—. Pienso que él se marchó con otros que le seguían, tenía en mente conversar con unos cómicos y poetas, si mal no recuerdo. Debe estar un poco más al norte de la ciudad, cerca de la casa de Clemenón. Espero haberle servido bien.

      —Gracias, Critias, tú siempre eres tan bueno. Hasta nueva vista. —Y así se marchó Jantipa. Tenía el presentimiento de que Critias tal vez hubiera mentido, pues sentía que iba a encontrar a su marido en el ágora. Pero desistió de la idea y confió en la información que le dieron. Llegando un poco cerca del lugar donde le habían mencionado, se encontró con una calle llena de artesanos y herreros que era interceptada al final por una hilera de casas. A lo lejos había un grupo que reconoció al instante. Estaban todos atentos a los hombres que conversaban. Y sintiéndose próxima a ellos, sin ser advertida, escuchó las palabras de Sócrates, su marido.

     —Pasa, queridísimo Aristófanes, que yo camino por los aires y contemplo el sol. —Estalló un vocerío de risas en lo que, viéndose burlado el comediógrafo, se fue lejos con gran indignación encima. Todos voltearon y descubrieron a la señora con una expresión inolvidable de marchita felicidad. —Seas felizmente bienvenida, gran bella esposa mía.

     —Que los Dioses deshagan tales palabras y que deshagan el día que mis trabajos comenzaron. ¡Mírate! Aquí perdiendo tiempo, ¿no tienes ni una pizca de piedad de mí? ¿O es que tienes removido de tus sentidos tales sentimientos? ¡Dioses ayúdenme! ¿Cuándo será que por fin te pondrás a hacer algo por mí y la casa? ¡Está que cae sobre nosotros y tú aquí hablando grandes estupideces! Ya nos hemos quedado sin comida. Ah no, claro, que eso no debe de ser importante, ya que no comes allí. Siempre siendo invitado por los amigos tuyos que no saben otra cosa más que acentuar tu posición como vago y apoyar tu sinvergüencería. Te llamas hombre libre y vives peor que un esclavo, ¿qué tan superior o sabio te crees en tu forma de vida, Sócrates?

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