Emisel Ortega llavaba un buen rato caminando, empapado. La lluvia caía inmisericorde sobre él, sobre el coche que había dejado atrás y sobre el camino desolado que recorría en busca de ayuda. Al salirse intempestivamente de la carretera, evitando atropellar a un hombre que salió de la nada, chocó contra un arbol. Tuvo suerte que no fuera nada grave pero su coche no respondía así que debía llegar al pueblo por su propio pie. En mala hora se le ocurrió a este zoquete invitarme a su despedida de soltero, pensó. La tempestad teñía el ambiente de un tono más oscuro del habitual. No podría saber a ciencia cierta cuánto margen de tiempo le quedaba para el anochecer cuando por fin vió una casa. Durante el camino que había recorrido le preocupaba toparse con la típica cabaña de película de terror: de madera, lúgubre, sola, donde el deterioro no le dejara pegar ojo, con una leyenda a cuestas que previamente le habría contado otro viajero y un psicópata cerca como regalo de bienvenida y despedida.
Para su suerte era una casa moderna, de bloques y ladrillos, ventanas bien sugetas para no abrir y cerrar a su antojo por cualquier ráfaga de viento, sin aspecto alguno de abandono y sin señales que advirtieran "alerta, aquí posible caníbal". Su predicción solo era certera en un detalle: no había nadie.
Esperó un tiempo luego de tocar varias veces la puerta. No pudo ver nada al asomarse por la ventana y el timbre no funcionaba. Si la entrada hubiese tenido techo, quizás Emisel se hubiese quedado en el porche. Si la puerta estuviera cerrada Emisel no hubiese podido entrar. Pero la entrada no tenía techo y la puerta estaba abiera. El intruso llamó varias veces, en un intento de asegurarse que, efectivamente, no hubiera nadie y de parecer educado en caso de que alguien saliera de improviso. Dejó las botas en la entrada y comenzó a recorrer el lugar. Si encontraba restos de cuerpo humano en la cocina, una señora tejiendo con los ojos en blanco, un laboratorio secreto en el sótano o un cuarto lleno de muñecas de porcelana, seguiría su camino bajo la lluvia sin mirar atrás aunque tuviese que dormir encima de un árbol.
Al parecer la tormenta afectó la electricidad así que Emisel se valía solo de la escasa luz que entraba por las ventanas. Escasa pero suficiente para no tropezar con nada y reconocer el lugar. A su lado, junto a la puerta de la entrada, se encontraba el retrato de una mujer. Hermosa a su parecer. Aparentaba entre 30 y 35 años, de cabello castaño claro, ojos color avellana, labios pálidos y expresión seria. Llevaba un vestido negro que cubría su cuello y dejaba los brazos libres.
A medida que avanzaba por el pasillo que culminaba en la entrada de la cocina se percató de la misma mujer del retrato una y otra vez en cinco cuadros diferentes. Primero nadando en una copa mientras una botella vierte vino en ella, luego en un banco mirando un lago, también en un camino sugetando una sombrilla mientras el otoño despoja los árboles de sus hojas, además sentada a la mesa detrás de una cesta de frutas comiendo una manzana y por último sugetando un bastón frente a Charles Chaplin. Siempre con el mismo vestido negro, que en algunos cuadros se veía que tapaba sus pies, la misma expresión seria y los labios igual de pálidos que en el retrato de la entrada.
Quien quiera que viva aquí debe ser pintor y ella su modelo favorita, fue el primer pensamiento de Emisel, o ser un coleccionista de los cuadros de ese pintor.
Fuera de ese pasillo, la casa estaba totalmente desnuda de cuadros y Emisel comprobó con regocijo que no había rastros de caníbales, asesinos, demonios, fantasmas ni nada parecido. Tampoco había ático ni sótano. Solo sala, cocina, un cuarto al que aún no había entrado, un baño y el pasillo de los cuadros. Una casa normalita donde pasar la tormeta y seguir el camino al pueblo en la mañana.
Emisel escurrió un poco la ropa en el baño pero no quería abusar de la hospitalidad forzada así que volvió a ponerse el pantalón y no tocó nada del refrigerador. En el cuarto se topó con el cuadro más grande que había visto. Tampoco había visto muchos pero éste tenía tamaño real y le impresionó. Medía unos 168 centímetros. Era un retrato de cuerpo completo de la mujer de la entrada, la de todos los cuadros, la modelo favorita del pitor. Se tumbó en el suelo aún mirandolo. Le daba algo de apuro pues la mujer parecía observarle detalladamente, con su expresión seria y sus labios pálidos. Pero el cansancio terminó por quebrar sus alertas.
A la mañana siguiente el ambiente recuerda la tormenta de la noche, pero ya no llueve. Entra el dueño de la casa, quien el día anterior había provocado que el coche de un forastero se saliera de la carretera. La puerta principal nunca se cierra con llave. No se percata de las botas en la entrada. Siempre camina lento por el pasillo de los cuadros: los observa. Primero, la botella vertiendo el vino en la copa, luego, el banco despoblado frente al lago, también el camino otoñal con una sombrilla en el suelo, además la cesta de frutas sobre la mesa junto a una manzana mordida y por último el solitario Charles Chaplin.
Cuando llega al cuarto ve el cadáver de un extraño tendido en el suelo. Varias puñaladas en el abdomen parecen ser la causa de este nuevo souvenir. La sangre se ha esparcido. El dueño de la casa comprueba la muerte del intruso y revisa un poco la habitación hasta que encuentra un cuchillo de cocina cubierto en carmín detrás del espejo tamaño real de 168 centímetros.
Deja la escena tal como está y se apresura a la entrada. Se dirige al cuadro junto a la puerta principal. La mujer del retrato, la de 30 o 35 años, la de cabello castaño, vestido negro y ojos avellana, lo mira pícara, sonriente, con labios tono rojo pasión en lugar de pálidos. Él la enfrenta:
-¿Cuántas veces te he pedido que no manches la alfombra?
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La mujer del retrato
Short StoryLuego de un accidente, Emisel llega a una casa deshabitada en medio de una carretera que no conoce. Según toda historia de terror, esto acabará mal, pero aún así lo divertido no es conocer el final sino leer cómo se llegó a eso. Una noche tormentos...