3

90 14 0
                                    

—Así que los hombre lobo existen—murmuré tratando de asimilar todo lo que había sucedido en las pasadas veinticuatro horas.

Estábamos sentados en el salón de la casa; Deacon se había sentado al lado mío a pesar de que el sillón en el que estábamos era de una plaza. Cuando me di cuenta que planeaba quedarse ahí, y que no conocía muy bien el significado de espacio personal,  había tratado de apartarme, pero un gruñido de su parte fue suficiente para que me quedara bien quieto donde estaba con prácticamente medio cuerpo sobre él. Su madre, por otro lado, estaba sentada en el sillón de tres plazas enfrente nuestro.

—Sí—confirmó Anastasia; ya ni me sorprendía que estuviera imperturbada por la actitud de su hijo.

—¿Y ustedes son una familia de ellos?—pregunté.

—Sí.

—¿Y yo...—tragué duro—me convertiré en uno de ustedes?

Anastasia dudó antes de responderme.

—Sí.

Me tomé otro largo momento para asimilar lo que me estaba diciendo. Por lo que me había estado explicando en la última media hora, había diferentes rangos entre los hombres lobo: estaban los alfas que eran los líderes de la manada, los betas conformaban la manada en sí y, por último, los omegas que eran hombres lobo solitarios, betas que se habían quedado sin manada. Anastasia me había comentado que la única forma de transformar a un humano en hombre lobo era a través de la mordida de un alfa (aunque no era tan sencillo sobrevivir a una). Por lo visto, a lo largo de la historia, eran muy pocas las personas que se sabía habían podido completar la transformación y no morir en el proceso.

Era una locura.

¿Yo un hombre lobo?, ¿Los hombre lobos realmente existían?

Debía estar teniendo una maldita pesadilla. No entendía por qué me estaba pasando esto a mí; me maldije por octogésima vez por subir a la maldita azotea y maldije a Dimas Rivas por morderme.

—¿Cuando?—hablé luego de unos largos minutos de silencio—¿Cuando me convertiré en...?—no me animé a decirlo en voz alta. Anastasia hizo una mueca.

—Es difícil decir una fecha exacta. Como no hay muchas personas que hayan sobrevivido a la mordedura, es complicado saber cómo funciona exactamente—explicó—. Por lo poco que sé, hay que esperar que tu cuerpo se haga uno con tu nuevo ser.

Pretendí entender a lo que se refería porque necesitaba dejar el tema de lado de una vez y traté de no preocuparme por el hecho de que nadie sabía qué iba a pasar conmigo. Quería tirarme en mi cama en la soledad de mi habitación y olvidar por lo menos momentáneamente el desastre que estaba seguro se iba a transformar mi vida.

Miré el reloj de pared. Eran las once y media de la mañana.

—Necesito tiempo—pedí tras un suspiro.

—¿Para qué?—me sobresalté al escuchar la voz ronca de Deacon a mi lado. Era la primera vez que hablaba desde que habíamos vuelto del bosque hacía mas o menos una hora.

Fruncí el ceño, ¿en serio hacía falta preguntar?

—Para pensar—respondí ahorrándome una respuesta irónica.

Deacon arrugó el entrecejo y pareció que iba a rebatirme cuando su madre lo interrumpió.

—Por supuesto, Nathaniel, es más que comprensible—regresé mi mirada a ella que tenía una sonrisa calma en su rostro. Me tranquilizaba.

—Debería irme a casa—murmuré.

—¿Para qué?—volvió a preguntar el mayor de los Rivas. Apreté los labios y lo observé como si fuera estúpido; él me devolvió la mirada con el ceño fruncido y unos ojos inexpresivos.

La mordida del Alfa (bxb)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora