Lena

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He vuelto a soñar con Portland.
Desde que Álex volvió, resucitado pero también distinto, atormentado como
uno de esos fantasmas de las historias que contábamos de niños, el pasado ha ido
regresando a mí. Se cuela entre las grietas cuando estoy desprevenida y tira de
mí con dedos codiciosos.
Me advirtieron de esto durante todos aquellos años: este pesado lastre en el
pecho, los fragmentos de pesadillas que me persiguen hasta cuando estoy
despierta.
Ya te lo advertí, dice Tía Carol en mi mente.
Ya te lo dijimos, dice mi hermana Rachel.
Deberías haberte quedado. Esa es Hana, que llega atravesando el tiempo, por
entre las capas espesas y turbias de la memoria, tendiéndome una mano
mientras me hundo.
Unos veintitantos subimos hacia el norte desde Nueva York: Raven, Tack, Julián y
yo, y también Dani, Gordo y Pike, más otros quince o así que se contentan con
estar callados y obedecer instrucciones.
Y Álex. Pero no mi Álex: un extraño que no sonríe nunca, que no ríe, que
apenas habla.
Los otros, los que usaban la nave de las afueras de White Plains como hogar,
se dispersaron y se marcharon hacia el sur o el oeste. Seguro que ahora ese
refugio ha sido desmantelado y abandonado por completo. Ya no es seguro tras el
rescate de Julián. Julián Fineman es un símbolo, un símbolo importante. Los
zombis irán por él. Querrán vaciar ese símbolo de significado e imponer un
castigo ejemplar, para que otros aprendan la lección.
Ahora tenemos que tener más cuidado que nunca.
Hunter, Bram, Lu y algunos de los otros del viejo hogar de Rochester nos
esperan al sur de Poughkeepsie. Nos lleva casi tres días recorrer esa distancia,
nos vemos obligados a rodear varias ciudades válidas.
Luego, de repente, llegamos. Los bosques simplemente se detienen al borde
de una enorme extensión de cemento agrietada y marcada, aún débilmente, por
las fantasmales líneas blancas de las plazas de aparcamiento. Todavía quedan
coches oxidados a los que les faltan partes, neumáticos y trozos de metal.
Parecen pequeños y un poco ridículos, como juguetes viejos abandonados por un
niño.
El aparcamiento se extiende en todas direcciones como un agua gris, hasta
terminar por fin junto a una amplia estructura de acero y cristal, un antiguo
centro comercial. Un letrero en letra redondeada, manchado de caca de pájaro,
dice: Centro Comercial Empire State Plaza.
El reencuentro es alegre. Tack, Raven y yo echamos a correr. Bram y Hunter
también corren, y nos chocamos con ellos en mitad del cemento. Me lanzo sobre
Hunter riendo, y él me abraza y me levanta. Todo el mundo habla y grita a la
vez.
Por fin Hunter me deja en el suelo, pero le sigo agarrando del brazo, como si
pudiera desaparecer. Alargo el otro brazo y toco a Bram, que estrecha la mano
de Tack y, sin saber cómo, acabamos todos en una piña, saltando y gritando, con
nuestros cuerpos entrelazados, en mitad de la luz brillante.
—Bueno, bueno —nos separamos y, al volvernos, vemos a Lu, que camina
hacia nosotros con las cejas arqueadas. Se ha dejado crecer el pelo, y lo lleva
hacia delante—. ¿A quién tenemos aquí?
Es la primera vez en mucho tiempo que me siento alegre de verdad.
En los pocos meses que hemos estado separados, Hunter y Bram han
cambiado. Este último está, contra todo pronóstico, más corpulento. Hunter tiene
nuevas arrugas en los ojos, aunque su sonrisa sigue siendo la de siempre.
—¿Cómo está Sara? —pregunto—. ¿Ha venido?
—Se ha quedado en Mary land —explica Hunter—. En el hogar viven treinta
personas y así no tendrá que moverse. La Resistencia está intentando avisar a su
hermana.
—¿Y qué ha sido de Grandpa y los demás?
Estoy sin aliento y siento una presión en el pecho, como si me estuvieran
aplastando.
Bram y Hunter intercambian una breve mirada.
—Grandpa no lo consiguió —responde Hunter tersamente—. Le enterramos
a las afueras de Baltimore.
Raven aparta la mirada, escupe en el suelo.
Bram añade rápidamente:
—Los demás están bien —alarga la mano y me toca con el dedo la cicatriz
de la operación, la que me ayudó a imitar para iniciarme en la Resistencia—.
Tiene buen aspecto —dice con un guiño.
Decidimos acampar para pasar la noche. Hay agua limpia cerca del viejocentro comercial, y de lo que queda de las casas y los bloques de oficinas hemos
sacado algunas cosas útiles: unas pocas latas de comida que seguían enterradas
entre los escombros, herramientas oxidadas, hasta un rifle que encontró Hunter,
aún apoy ado sobre un par de pezuñas de ciervo vueltas hacia arriba, bajo un
montón de yeso que se había derrumbado. Otra persona de nuestro grupo,
Henley, una mujer baja y tranquila con una larga trenza de pelo gris, tiene
fiebre. Así tendrá tiempo de reposar.
Cuando termina el día, comienza una discusión sobre adonde ir.
—Podríamos dividirnos —dice Raven. Está agachada junto a un hoyo que ha
cavado para hacer lumbre, atizando las primeras ascuas con un palo
chamuscado.
—Cuantos más seamos, más seguros estaremos —replica Tack. Se ha quitado
el forro polar y solo lleva una camiseta, lo que deja al descubierto los nervudos
músculos de sus brazos. Poco a poco ha ido subiendo la temperatura y los
bosques han vuelto a la vida. Sentimos la llegada de la primavera como un
animal que se despereza suavemente mientras duerme, soltando su aliento cálido.
Pero en este momento hace frío, el sol está bajo y la Tierra Salvaje ha sido
tragada por largas sombras púrpura. Las noches siguen siendo invernales.
—Lena —grita Raven. Me sobresalto. Me he quedado mirando la hoguera
incipiente, observando cómo las llamas se curvaban en torno al montón de agujas
de pino, ramitas y hojas quebradizas—. Vete a ver cómo van las tiendas, ¿vale?
Pronto oscurecerá.
Raven ha encendido la fogata en una hondonada poco profunda que
anteriormente debió ser un arroyo, donde estará un poco a resguardo del viento.
Ha evitado acampar demasiado cerca del centro comercial, con sus espacios
embrujados, que se ve por encima de la línea de los árboles: un amasijo de metal
negro retorcido y ojos vacíos, como una nave extraterrestre varada.
A unos diez metros subiendo por el terraplén, Julián está ayudando a montar
las tiendas. Está de espaldas. Él también lleva solo una camiseta. Los apenas tres
días en la Tierra Salvaje ya le han cambiado. Tiene el pelo revuelto y se le ha
quedado atrapada una hoja justo detrás de la oreja izquierda. Parece más
delgado, aunque no le ha dado tiempo a perder peso. Es simplemente el efecto de
estar aquí, al aire libre, con ropas rescatadas demasiado amplias, rodeado por la
vida salvaje, un recuerdo permanente de lo frágil de nuestra supervivencia.
En este momento, está atando una cuerda a un árbol y tira de ella para
tensarla. Nuestras tiendas son viejas, están muy remendadas. No se sostienen
solas. Hay que montarlas entre los árboles y amarrarlas a ellos para que las
mantengan en pie, como velas al viento.
Gordo merodea cerca de Julián, observando con aprobación.
—¿Necesitáis ayuda?
Me paro a unos metros de distancia.
Julián y Gordo se detienen.
—¡Lena!
A Julián se le ilumina la cara, y al momento esa luz se apaga cuando se da
cuenta de que no tengo intención de acercarme. Le he traído conmigo a este
lugar, a este sitio nuevo tan extraño, y ahora no tengo nada que darle.
—No hace falta —contesta Gordo. Tiene el pelo de un rojo intenso y, aunque
no es may or que Tack, tiene una barba que le llega a la mitad del pecho—. Ya
estamos acabando.
Julián se endereza y se limpia las manos en los vaqueros. Duda, luego baja la
cuesta hacia mí, colocándose un mechón de pelo tras la oreja.
—Hace frío —dice cuando está cerca—. Deberías estar junto al fuego.
—Estoy bien —digo, pero me meto las manos en las mangas de la chaqueta.
Tengo el frío dentro. Estar sentada al lado de la hoguera no me va a ayudar—.
Las tiendas tienen buena pinta.
—Gracias. Creo que le estoy cogiendo el tranquillo.
La sonrisa no le llega a los ojos.
Tres días: tres días de tensas conversaciones y silencios. Sé que se pregunta
qué ha cambiado, y si ese cambio es reversible. Sé que le estoy haciendo daño.
Hay preguntas que se obliga a no formularse, y cosas que se esfuerza por no
decir.
Me está dando tiempo. Es paciente y amable.
—Estás muy guapa con esta luz —dice.
—Te debes estar volviendo ciego.
Lo digo en broma, pero mi voz suena dura en el aire frío.
Mueve la cabeza, frunciendo el ceño, y aparta la vista. La hoja, de un
amarillo profundo, sigue enredada en su pelo, tras la oreja. En ese momento, me
dan unas ganas desesperadas de alargar la mano, quitársela, pasarle los dedos por
el cabello y reírme con él al respecto. Esto es la Tierra Salvaje, diré. ¿Te lo habías
imaginado alguna vez? Y él entrelazará sus dedos con los míos y me apretará la
mano. Dirá: ¿Qué haría yo sin ti?
Pero no consigo moverme.
—Tienes una hoja en el pelo.
—¿Qué?
Parece sorprendido, como si le hubiera despertado de un sueño.
—Una hoja. En el pelo.
Se pasa la mano por el cabello, impaciente.
—Lena, yo…
Bang.
El sonido de un disparo de rifle nos sobresalta a los dos. Los pájaros alzan el
vuelo de entre los árboles que están detrás de él, oscureciendo el cielo por un
momento, antes de dispersarse y formar siluetas separadas. Alguien exclama:
—¡Maldición!
Dani y Álex salen de los árboles que están más allá de las tiendas. Ambos
llevan rifles colgados del hombro.
Gordo se tensa.
—¿Un ciervo? —pregunta. Apenas queda luz. El pelo de Álex parece casi
negro.
—Demasiado grande para ser un ciervo —dice Dani. Es una mujer grande,
ancha de hombros, con ojos almendrados y la frente amplia y lisa. Me recuerda
a Miy ako, que murió el invierno pasado, antes de que nos fuéramos al sur.
Quemamos su cuerpo en un día de frío helador, justo antes de la primera nevada.
—¿Un oso? —pregunta Gordo.
—Puede —contesta Dani, lacónica. Es más dura que Miyako. Ha dejado que
la Tierra Salvaje la fuera tallando, hasta quedarse reducida a un núcleo de acero.
—¿Le habéis dado? —pregunto y o con un entusiasmo excesivo, aunque ya
conozco la respuesta. Pero quiero que Álex me mire, que me hable.
—Puede que le hay amos rozado —dice Dani—. No estamos seguros. En
cualquier caso, no lo suficiente para detenerle.
Álex no dice nada, ni siquiera reconoce mi presencia. Sigue andando,
abriéndose paso entre las tiendas, al lado de donde estamos Julián y yo. Pasa tan
cerca que me parece que puedo olerle, el antiguo olor a hierba y a madera
secada al sol, un olor de Portland que me da ganas de llorar, ganas de enterrar el
rostro en su pecho y aspirar profundamente.
Luego sigue bajando por el terraplén en el momento en que oímos la voz de
Raven:
—La cena está lista. El que no venga se la pierde.
—Vamos.
Julián me roza el codo con los dedos. Suave, paciente.
Mis pies dan la vuelta y me llevan cuesta abajo, hacia la hoguera que ahora
arde poderosa, hacia el muchacho que se convierte en una sombra al estar de pie
junto a la luz, emborronado por el humo. Eso es Álex en este momento: un
muchacho de sombras, una ilusión.
Durante tres días no me ha dirigido la palabra ni me ha mirado en absoluto.

RequiemDonde viven las historias. Descúbrelo ahora