Inmarcesible: Una pequeña historia medieval

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Como cada día de ese año, una joven iba a leer cada tarde al bosque que se encontraba cerca de su casa; le gustaba pensar que seres que lo habitaban la escuchaban, o incluso, que la misma naturaleza disfrutaba de esos placidos relatos.

Pero uno día, una figura grande y extraña descansaba en su puesto de lectura, un árbol viejo y robusto, cuyas raíces sobresalían de la tierra creando una fantasiosa perspectiva de un trono. La curiosidad fue mayor que la inquietud de la chica. A pasos cuidadosos se acercó al árbol y se sorprendió al encontrar a un joven de cabellos largos y verdes como hojas resplandecientes de verano, piel blanquecina como nieve pura de invierno con una ínfima cantidad de pecas bañando su rostro y cuello. Vestía una extraña túnica que mezclaba todos los colores de los que era poseedor él mismo; eso, sin duda, lo convertían en la criatura más extraña que la joven hubiera visto.

¿Quién era él y qué hacía ahí?

El muchacho descansaba plácidamente con su cabeza apoyada en el tronco marrón, ajeno a lo que sucedía a su alrededor, y la joven no pudo hacer más que admirarlo. Su belleza sobrenatural ara algo que la sumergían en un hipnótico sueño.
Dejándose llevar por la ensoñación del momento, la chica se acercó tanto al muchacho que sus pies se rozaban levemente. En el momento que levantó su mano para posarla en la cabeza contraria, el joven termina abriendo sus castaños ojos, espantándola. La joven, asustada, retrocede y para su mala suerte, tropieza con una raíz sobresalida provocándole una vergonzosa caída. Para su sorpresa, el muchacho estalla en unas rítmicas carcajadas que endulzaban el oído de la chica. Cuando el joven hubo cesado su risa, la femenina seguía en la misma posición que le había dejado la caída, curiosa ante aquel extraño.

—Mis disculpas. No pretendía asustarte —se arrodilla a su lado tendiéndole una mano—. Acéptala, no te hare daño — anuncia ante la desconfianza de la joven.

Con timidez, la chica posa su mano sobre la contraria, sonrojándose ante el calor que el tacto le producía.

—Mi nombre es Aidan, soy hijo del guardián de bosque —reverencia—. Vigilaba la entrada a pedido de mi padre y me quedé dormido —admite con una sonrisa, avergonzado.

La joven, al percatarse de que su mano seguía entrelazada con la opuesta, la quita rápidamente, abochornada. Su mano seguía tibia por el reciente contacto, y ante la mirada escéptica de su adversario, la empieza a mover con nerviosismo. El muchacho, tras unos minutos de analizar a quien tenía en frente, comprende la naturaleza tímida de este pequeño ser y decide guiar él la conversación.

—Yo ya te he dicho mi nombre. Me deleitaría saber el tuyo, señorita.

La joven se tensa.

No acostumbraba hablar con extraños, o hablar en general.

—Daidre, mi nombre es Daidre —musita cabizbaja.

—Interesante. Tu nombre significa: aquella que es salvaje, con un corazón roto o miedo.

En el rostro de la chica aparece una sonrisa fugaz, rota. Como si hiciera honor a su nombre.

—Nuestros nombres son parte de nuestra historia, pequeño fuego — expresa, distraídamente.

El muchacho sonríe complacido al saber que puede entablar conversación alguna con ese pequeño ser.

—Pequeña Daidre, déjame ser honesto y decirte que desde hace algún tiempo conozco tu voz, y hoy es todo un placer conocer el rostro de quien relata las mejores historias.

Solo bastó ese simple alago para volver el rostro de la joven de un bello carmín.

¿Él la había escuchado leer? ¿Desde cuándo?

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