For no one

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Últimamente, Sirius lloraba mucho, Remus se había dado cuenta. Puede que hubieran pasado tres días desde la última vez que se habían dirigido la palabra, pero se había dado cuenta. Era algo silencioso, nunca había sollozos, ni escalofríos, ni nada similar. Ni siquiera una expresión compungida acompañaba a las lágrimas.

Cuando Remus se despertaba por las mañanas, siempre con un punzante dolor de cabeza detrás de los ojos, estiraba el brazo a su izquierda y se encontraba con la otra mitad de la cama fría y vacía. Hacía ya tiempo que no se preguntaba si Sirius había ido siquiera a dormir al apartamento que compartían en el centro de Londres. Mas no podía evitar girar el cuello de vez en cuando y enterrar la cara en la almohada de Sirius con la esperanza de poder inhalar algo de su aroma. El olor de perfume caro y cigarrillos baratos era cada vez más débil.

Normalmente lo encontraba sentado en la mesa de la cocina. Alertado por el sonido de los pasos, Sirius levantaba brevemente la mirada de su taza de té y, cuando se posaba sobre Remus, de sus ojos inexpresivos escapaban un par de lágrimas. Al principio giraba la cabeza y se apresuraba a enjuagarse las lágrimas antes de desearle los buenos días a Remus; últimamente no se molestaba en hacer ninguna de esas cosas. Con el tiempo, al no obtener ningún tipo de respuesta, Remus también había dejado de desearle los buenos días. A pesar de querer agarrarlo por los hombros y sacudirlo mientras gritaba “¡Dime algo! ¡Lo que sea, te lo ruego!”, de querer llenarle la cara de besos mientras imploraba una mínima muestra de cariño, Remus se limitaba a servirse su propia taza de té en silencio.

Los días en los que sus ojos se lo permitían, Remus lo hallaba maquillándose frente al espejo de su minúsculo baño. No podía evitar recordar sus días en Hogwarts, cuando Sirius había decidido probar el maquillaje por primera vez e insistía en que tenía que practicar. “Venga, Moony, déjame probar a hacerte la raya”, exclamaba con los ojos embadurnados de sombra negra. “¿Después de lo que te has hecho en la cara? Ni hablar”, respondía Remus agazapado tras su libro. Así que, tras una breve persecución por la habitación acompañada de maldiciones y hechizos, Remus acababa inmovilizado en una cama con Sirius sobre él, lápiz de ojos en mano. Cuando acababa, Sirius le sujetaba la cara entre las manos y decía entre risas “¡Pero qué guapo que estás!” antes de plantarle un sonoro beso sobre los labios, a lo que Remus respondía con su propia risa.

De vuelta en el apartamento, no había nada que quisiera Remus más en el mundo que volver a tener a Sirius sobre sí, pintándole los ojos de forma caótica e inexperta. Sin embargo, Sirius se hacía un maquillaje perfecto, tomándose su tiempo, procurando que no hubiera ni un fallo —ojos simétricos, arco de cupido definido— y luego salía del baño sin pedirle disculpas a Remus, quien había estado observándolo apoyado en el marco de la puerta, cuando chocaba su hombro contra el suyo al pasar.

Las pocas veces que coincidían en casa las dedicaban a sentarse en silencio en extremos opuestos del salón. Remus se solía sentar en un sillón con un libro en una mano y un porro en la otra. Cuando estaba en Hogwarts recurría a ellos cuando cada acción era simplemente tan abrumadora que no podía realizarla. Ahora los fumaba a diario. Por otro lado, Sirius colocaba un vinilo en su tocadiscos y se acurrucaba en el extremo del sofá más lejano, donde dedicaba las tardes a escrutar a Remus. En esas ocasiones lloraba silenciosa e incesablemente. Las lágrimas de sus ojos brotaban con la misma facilidad que el agua brota de un manantial, Remus lo encontraba casi cómico. Al final, Sirius se ponía en pie con un suspiro y abandonaba la casa sin anunciar a donde iba, como antes hacía.

Estaba claro que las cosas habían cambiado, habría que ser idiota para no darse cuenta, se decía Remus. A veces se sorprendía a sí mismo al encontrarse recordando los primeros años de su vida en ese apartamento. Los bailes en el silencio de la noche en la cocina, los besos compartidos por las mañanas a pesar del mal aliento, las discusiones sobre cuál era el mejor álbum de los Beatles — “Pads, ¿cómo puedes preferir Sgt. Pepper’s cuando existe Revolver?” —, el olor a comida quemada de dos jóvenes que no sabían ni calentar un vaso de agua. Cuando se obligaba a despertar y a volver al presente, Remus siempre se preguntaba cómo habían llegado a aquella situación.

Y una tarde, con un porro a medio fumar en una mano y un libro abandonado a su lado, le vino a la mente la respuesta como si fuese la cosa más lógica del mundo: el amor no era eterno y hacía mucho que Sirius ya no le amaba.

Ante semejante descubrimiento, no pudo evitar que un sollozo escapase de su pecho y se permitió llorar por primera vez en mucho tiempo. No era llanto como el de Sirius, con la mirada indiferente y los hombros rectos. El suyo era uno violento, estruendoso, que le hacía estremecerse y temblar de pies a cabeza. Rodeándose las piernas contra el pecho, lloró por todo ese amor que aún sentía, por ese amor que fluyó entre ellos como ahora fluían las lágrimas. Por ese amor pasado que debió haber sido eterno

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