Cierta tarde de sol en el otoño de 1861, un soldado se encontraba tendido bajo un monte de laurel
junto al camino, en el oeste de Virginia. Echado sobre el estómago, con la punta de los pies clavada en
tierra y la cabeza apoyada en un antebrazo, empuñaba descuidadamente el rifle con su mano derecha.
Salvo por la posición algo metódica de las piernas y un ligero movimiento de la cartuchera al dorso del
cinto, se hubiera pensado que estaba muerto. Dormía, sin embargo, en el puesto de guardia. Pero de haber
sido descubierto, muy poco después lo hubiese estado, ya que la muerte era el castigo justo y legal de su
crimen.
El monte de laurel estaba ubicado en el recodo de un camino que después de ascender hasta aquel
lugar por una escarpada cuesta, se volvía abruptamente hacia el oeste, corriendo por la cumbre unas cien
yardas. Desde allí regresaba de nuevo al sur y zigzagueaba monte abajo a través del bosque. En la saliente
del segundo recodo había una gran roca lisa, proyectada hacia el norte, que dominaba el hondo valle
desde donde subía el camino. La roca era el remate de una altísima barranca: de arrojarse una piedra
desde el borde, caería a pico más de mil pies hasta la copa de los pinos. El recodo donde estaba el soldado
se encontraba en otro risco de la misma barranca. Si hubiese estado despierto habría visto no sólo el breve
brazo del camino y la roca salidiza, sino el contorno entero del barranco allá abajo, pronto para
enfermarlo de vértigo.
La región estaba cubierta de bosques, excepto en el fondo del valle, hacia el norte, donde un arroyo
apenas visible desde el otro extremo surcaba una pequeña pradera natural. Este espacio parecía apenas
más grande que un patio, pero en realidad medía varios acres. Su verdor era más vivo que el del bosque
circundante, detrás del cual se levantaba una línea de gigantes barrancos similares a los que suponemos
pisar en este examen del paisaje, y por el cual el camino había ascendido de algún modo hasta la cumbre.
La forma del valle, en verdad, era tal que desde nuestro punto de observación parecía enteramente
cerrado, y uno no podía menos que preguntarse cómo podía el camino, que había encontrado una salida,
haber entrado. O de dónde venían y hacia dónde iban las aguas del arroyo que cruzaban la pradera más de
mil pies allá abajo.
No hay región tan abrupta e inhóspita que los hombres no puedan hacer de ella el escenario de la
guerra. En el bosque, al fondo de aquella ratonera militar donde quinientos hombres que dominaran sus
salidas podían hacer morir de hambre a un ejército, estaban escondidos cinco regimientos federales de
infantería. Habían tenido una larga marcha durante el día y la noche, y ahora descansaban. Al anochecer
retomarían el camino, subiendo hasta el lugar en que dormía el desleal centinela, y bajando por la otra
pendiente de la quebrada, cerca de la medianoche caerían sobre el campo enemigo. Su esperanza estaba
puesta en la sorpresa, pues el camino llegaba hasta la retaguardia. En caso de fracasar, su posición sería
en extremo peligrosa, y fracasarían inevitablemente si algún accidente o algún espía prevenía del
movimiento de tropas al enemigo.