Describiré la inquietante situación en la que me encuentro, ya que no tengo otra cosa que tiempo. Quizás haya alguien aquí a quien le interese, esté dónde esté este lugar, sea cuando sea este momento.
Algunas teorías postulan que la decadencia comenzó con el siglo XX. Yo disiento, y coloco el origen de esta tragedia un siglo más adelante. Sea como fuere, lo cierto es que el talento artístico de la humanidad se ha deteriorado, por mucho que la mayoría carezca de coraje para aceptarlo. La degeneración del talento es el precio que hemos de pagar por la comodidad de nuestras vidas, el precio de nuestra obsesión por subcontratar nuestras más innatas habilidades a la tecnología. Una costumbre en principio benigna, que comenzó con la escritura y continuó con la imprenta y las inteligencias artificiales.
En mi tiempo ya no se producen obras de arte, esto ha conducido a la gente a otorgar a las obras antiguas un valor divino. En esta civilización que un día acarició el ateísmo, ahora se veneran como dioses los cuadros renacentistas, existen sectas en torno a los cuentos de Edgar Allan Poe y en ciertos santuarios se realizan ofrendas a La Traviata de Verdi. He de recalcar que la apoteosis es de las obras, no de sus autores. Aunque el prestigio de los artistas también se incrementa, no son vistos más que como un mero instrumento de lo divino. Es complicado establecer categorías para estas religiones, el fanatismo o los ritos suelen depender del individuo.
Me presentaré. Mi nombre es Samuel Fonseca y tengo ahora cuarenta años, cumplidos ayer 29 de mayo. Soy de Madrid. Pertenezco a una familia de gran poder y trabajo como directivo en la empresa que preside mi padre, Juan Fonseca. Nuestra relación es mala, él siempre puso el trabajo por delante de la familia y espera eso mismo de mí. Los dos nos quedamos viudos pero mi padre se casó una segunda vez, lo hizo con una mujer vomitiva que solo ansía poder. Tuvieron un hijo, Fernando, y mi madrastra quiere que sea él quien herede la empresa. Yo me cansé de esas alevosas maquinaciones y me retiré temporalmente; me encerré en casa y aquel tiempo lo dediqué a la lectura. Mi padre venera El Quijote y mi madrastra a un cuadro menor que mencionó una vez y que yo me forcé a olvidar porque no quería saber nada sobre ella. Yo no he leído El Quijote, tampoco me interesa la pintura ni soy religioso, pero en las lecturas de García Márquez en mi salón pude ver algo inalcanzable, aunque muchos considerarán que tales obras son demasiado recientes.
En febrero de este mismo año fui secuestrado. Me resistí en vano con una violencia irreconocible y mi próximo recuerdo es el de la habitación en la que ahora me encuentro. Una vez me acostumbré a la claridad, descubrí que estaba en una biblioteca. Los crucifijos y la arquitectura sugerían un monasterio. En medio de la habitación había un esbelto trono de madera acompañado de un atril. Detrás de ellos se escondía un galgo blanco que me recibió con entusiasmo, sus orejas y su cola presentaban motas de colores ocres. Me alegró saber que no estaba solo. La puerta y la ventana estaban cerradas, no había manera de salir. El peso de los vigorosos tomos parecía comprometer la salud de las estanterías. Los libros eran antiguos y el polvo que los barnizaba me aconsejaba no tocarlos. Más adelante supe que trataban temas religiosos y artísticos, también había enciclopedias, documentos históricos e incluso algún periódico anacrónico. En un baúl encontré lo que me parecieron ropajes propios de un rey de la Edad Media. No resultaban de mi agrado, pero la pelea que se produjo durante el secuestro había dejado mi traje en un estado intolerable y me cambié de ropa.
Desde el primer día de mi cautiverio me sentí observado. Me parecía escuchar conversaciones al otro lado de la ventana, pero en ella solo se veía un hermoso paisaje de colinas y cielos azules que me recordó a Sicilia. Los días pasaban sin novedades y para esquivar el aburrimiento retomé el hábito de la lectura. Ya que no me vería con nadie me dejé crecer el pelo.
Un viernes a finales de abril me desperté más agotado de la rutina y el encierro que de costumbre. Creí escuchar algunas palabras, nada fuera de lo normal. Me puse un sayo verde de bordados amarillos y me cubrí con un manto ocre de pieles y plumas. Sin otra razón que la estética, colgué un pesado medallón de mi cuello. El día anterior había visto en el baúl unas divertidas sandalias puntiagudas y decidí estrenarlas. La habitación estaba salpicada de pergaminos que yo había abandonado negligentemente. El desorden de algunas estanterías también era culpa mía. Me dirigí al trono cargando con una Biblia inabarcable que dejé sobre el atril, había comenzado su lectura unos días atrás. Agarré también uno de los periódicos. Coloqué en el respaldo una manta roja y a mis pies un cojín del mismo color. Una vez acomodado me entregué a la lectura, con la ventana en frente, como todos los días.
Tras varias horas leyendo el cansancio me detuvo. El galgo dormía a mi lado y en aquel momento el hastío y el terror de mi cautiverio me paralizaron. Me quedé encorvado y exhausto; la mirada perdida en el horizonte. Fue entonces cuando escuché gritos de celebración. Venían del otro lado de la ventana. El alboroto era tal que me permitió escuchar con claridad algunas palabras, entre ellas estaba el nombre de Carlos. La única razón que me impidió entender todo fue la multitud de voces que se superponían. Aquella celebración terminó un par de minutos después.
Ya a mediados de mayo escudriñé un libro de arte, más reciente que el resto. La casualidad me llevó a una sección acerca de las pinturas del Museo del Prado. En la página 167, como si se tratara de un espejo, me vi a mí mismo sentado en el trono de madera con la mirada perdida, momentos antes de la celebración. Pero no era yo, el cuadro se titula El príncipe don Carlos de Viana y su autor es José Moreno Carbonero. La memoria me obligó a recordar: ese era el cuadro que venera mi madrastra. El parecido en nuestros rostros era imposible: la misma nariz importante en la cara hundida, la prominencia del labio inferior, la profundidad de los ojos bajo las cejas largas.
Creí entender lo que estaba pasando y una semana más tarde encontré pruebas que ayudaban mis teorías. Busqué información sobre Carlos de Viana en los libros históricos de la biblioteca. No me sorprendió encontrarla, nada era casual. Leí con atención su biografía y en ella vi reflejada la mía. El parecido no era solo físico, los detalles de mi vida que antes mencioné se duplican en la vida de Carlos de Viana, en especial la relación con mi padre. El destino del príncipe es trágico, murió envenenado por su madrastra que buscaba favorecer a su hijo en la sucesión al trono.
Fui elegido por mi parecido físico y encerrado en esta habitación por la secta infame de mi madrastra. Tenían la esperanza de que diera vida al cuadro y eso hice, sin conocimiento y sin coacción, con toda mi naturalidad. Por eso la celebración. Toda esta secuencia increíble me fuerza a preguntarme si realmente hay algo divino en ese cuadro. Me pregunto también si me considerarán un mesías. Y también si el día 23 de septiembre moriré envenenado con cuarenta años, al igual que Carlos de Viana.

ESTÁS LEYENDO
El príncipe
ContoDescribiré la inquietante situación en la que me encuentro, ya que no tengo otra cosa que tiempo. Quizás haya alguien aquí a quien le interese, esté dónde esté este lugar, sea cuando sea este momento.