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Jake, Ni-ki y Sunoo eran amigos, amiguísimos. No sólo concurrían a la misma escuela sino que también se encontraban fuera de los horarios de clases. Unas veces para tareas escolares y otras, simplemente para estar juntos.

De otoño a primavera, los tres solían pasar algunos fines de semana en la casa de campo que la familia de Jake tenía afueras de la cuidad.

¡Cómo se divertían entonces! Tantos juegos al aire libre, paseos en bicicleta, cabalgatas, fogones al anochecer...
Aquél sábado en pleno invierno, por ejemplo, lo habían disfrutado por completo. Y la alegría de los tres chicos se prolongaba aún durante la cena en el comedor de la casa de campo porque el abuelo Thomas les reservaba una sorpresa: antes de ir a dormir les iba a enseñar unos pasos de zapateo americano, al compás de los viejos discos que había traído especialmente para esa ocasión.

Adorable el abuelo de Jake. No aparentaba la edad que tenía. Siempre dinámico, de buen humor, conversador. Había sido un excelente bailarín. Los chicos lo sabían y por eso le habían insistido para que bailará con ellos.

—¿Por qué no lo dejan para mañana a la tardecita, eh? Ya es hora de ir a descansar. Además, el abuelo no paró un minuto todo el día. Debe estar agotado.

La mamá de Jake trató, en vano, de convencerlos para que se fueran a dormir. A los cuatro y no sólo a los niños, porque el abuelo tampoco estaba dispuesto a concluir aquella jornada sin la anunciada sesión de baile. Así fue como —al rato y mientras los padres, la perrita Layla y la gata se ubicaban en la sala de estar a manera de público— la abuela y los tres nenes se preparaban para la función de baile.

Afuera el viento parecía querer sumarse con su propia melodía: silbaba con intensidad entre los árboles.
Arriba —bien arriba— el cielo, con las estrellas escondidas tras espesos nubarrones.
La improvisada clase de baile se prolongó cerca de una hora, tiempo suficiente para que Jake, Ni-ki y Sunoo aprendieran, entre risas, algunos nuevos pasos de baile y el abuelo quedara exhausto y muy acalorado.
Al rededor de la casa, la noche, tan negra como el sombrero de copa que habían usado para la función.

Los tres nenes ha se habían acostado. Ocupaban el cuarto de huéspedes, como en cada oportunidad que pasaban e esa casa.

Era un dormitorio amplio, ubicado en el primer piso. Tenía ventanas que se abrían sobre el parque trasero del edificio y a través de las cuales solía filtrarse el resplandor de la luna (aunque no en noches como aquélla, claro, en la que la oscuridad era un enorme poncho cubriéndolo todo). En el cuarto había tres camas de una plaza, colocadas en forma paralela, en hilera y separadas por solidad mesas de luz.
En la cama izquierda, Jake, porque prefería el lugar junto a la puerta. En la cama derecha, Ni-ki, porque le gustaba el sitio al lado de !a ventana. En la cama de en medio, Sunoo, porque era el más miedoso y decía que así se sentía protegido por sus amigos.
Las chicas acababan de dormiste cuando las despertó de repente la voz del padre. Terminaba de vestirse nuevamente y de prisa, al par que les decía:

— El abuelo se descompuso. Nada grave, creemos, pero vamos a llevarla al hospital del pueblo para que la revisen, así nos quedamos tranquilos. Enseguida volvemos. Ah, dice mamá que no vayan a levantarse, que traten de dormir hasta que regresemos. Hasta luego.

¿Dormir? ¿Quién podía dormir después de esa mala noticia? Los chicos no —al menos —, preocupados como se quedaban por la salud del querido abuelo. Y menos pudieron dormir minutos después de que oyeron el ruido del padre, saliendo de la casa, ya que la angustia de la espera se agregó el miedo por los tremendos ruidos de la tormenta que —finalmente— había decidido desmelenarse sobre la noche.

Truenos y rayos que conmovían el corazón.
Relámpagos, como gigantescas y electrizadas luciérnagas.
El viendo volcándose como pocas veces antes.

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⏰ Última actualización: Dec 26, 2022 ⏰

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