Prólogo

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¿Quiénes somos en realidad?

Nadie se hace esa pregunta. Pero, si lo piensas por un momento, en la corta vida de una persona sería conveniente que intentara responderla. Sin embargo, deciden no hacerlo; prefieren creer que somos lo que pensamos. Y eso no es más que una mentira. 

En la vida  hay tres cosas imposibles de olvidar: el amor, el miedo y el dolor.

Esos tres pilares nos forjan. Nos aferramos a lo que amamos, tememos para protegernos y el dolor es lo que nos cambia, nos moldea y nos hace tomar decisiones. Supongo que podría ser una especie de esclavitud; esclavos de la sombra de nuestro subconsciente.

Edgar lo supo. Durante mucho tiempo creyó que no llegaría este día. 

¿Qué culpa tenia? Él no quería que las cosas fuesen así y apenas le dio tiempo para pensar. Ahora este hombre se encontraba en el aprieto más grande de su vida. Si no cumplía con su trabajo, otro lo haría; pero, no sin antes encargarse de él. Así que esta noche iba a ponerle fin a la pesadilla. En medio del torbellino emocional que azotaba el hogar, Edgar cumpliría su cometido: darle paz al apellido de esa familia. Eso lo consolaría y le bastaría para lograr dormir.

Estaban en medio de la habitación y no dudó en sacar su arma, en pleno descuido disparó a quemarropa. Tres tiros por la espalda; con eso fue suficiente. Era el perfecto trabajo de un asesino preparado para matar sin ser descubierto: un arma con silenciador, guantes y todos los artilugios para descontaminar la escena.

Ahora debía deshacerse del cuerpo lo más rápido posible. Guardo su arma y se colocó los guantes para sacar el cadáver de allí, sin embargo, Edgar vaciló. Sentía como su cabeza era aplastada por el mismo Everest, que soltaba encima una avalancha fría de tortura emocional que le entumecía los músculos. Pero, no la mente y así resonarle la oscura verdad en su cabeza: había matado a su amigo. 

Salió por un momento de la habitación y se detuvo sobre sus brazos en el barandal del pasillo. Su corazón que parecía ubicarse ahora entre la boca y la garganta, retumbaba como un terremoto al mismo tiempo que su sudor lo empañaba; después de todo él seguía siendo humano.

Entre jadeos intentaba no descomponerse mentalmente. Pensó en suicidarse para acabar con el dolor, pero en una escena del crimen con dos cuerpos y uno con un arma en la mano era suficiente hilo del que tirar, darían con la conspiración y los motivos del homicidio.

¿Y si se lanzaba? La altura del segundo piso es suficiente para quedar mal herido, aunque si tomaba por objetivo la mesa del comedor podría ser mortal. El vidrio grueso y fuerte penetraría su cuerpo y en pocos minutos sería un cadáver. La posible contusión que le provocaría la caída lo dejaría inconsciente; traducción: una muerte rápida.

¿Y el arma? Podía deshacerse de ella. Sí, sin el arma y él muerto era la mejor escena del crimen, al cabo lo eliminarían. Era un pequeño cabo suelto, sus jefes no lo dejarían mucho tiempo con vida, no era tan importante. Aun así, eso no cambiaría el hecho de que asesinó a su amigo ¿Qué podía ser peor que una traición y morir disparado por la espalda? Mientras el mundo se le venía abajo, había cabida solo para una pregunta en la cabeza de Edgar.

¿Quién soy en realidad?

Un asesino.

Ninguna de sus decisiones nació de su voluntad libre, no. Al contrario, era la voluntad de alguien superior. Podía decir que todavía era un hombre bueno, ese era su mantra, el ideal al que se aferraba.

Pero, ahora era un hombre muerto.

No volteó lo suficientemente rápido, para cuando lo tuvo frente a frente ya él lo había tomado por el cuello. Regresó de entre los muertos para matarlo. Edgar ahora solo se movía inútilmente sostenido por la mano de su víctima. Suspendido, dio patadas sin sentido y golpeó su brazo con las pocas fuerzas que tenía para zafarse; poco a poco dejo de moverse, ya no podía respirar.

¿Era real? ¿Es esto posible? Hasta hace un segundo era un cuerpo inerte sin vida que posaba en un charco de sangre.

Sí. Es real. Su mano. Su fuerza. Es completamente real.

Edgar fue lanzado por los aires, cayó en la mesa de vidrio destruyéndola en mil pesados. Lamentablemente nunca tuvo la contusión, deseó haber muerto en ese instante. La carne mezclada con pedazos de vidrios incrustados chirriaba en cada movimiento mínimo que hacía, vidrio con vidrio chocaban entre sí, pedazos grandes y chicos; rápidamente la sangre empezó a borbotear.

"El demonio" saltó y se movió por los aires con la delicadeza de un felino, un humano normal se hubiese roto un hueso, pero eso no era un humano normal. Un ser con la capacidad de revivir y una fuerza bestial estaba de pie encima de Edgar. En un último esfuerzo, el moribundo intentó decir algo antes de irse.

—Yo...no... —la voz se coagulaba de sangre.

—No digas nada —le ordenó sin inmutarse mientras se acercaba a Edgar.

Ya no estaba ante su amigo, era diferente, el dolor lo había cambiado forjando un nuevo él.

—Será rápido —aseguró.

Edgar dejó todo y se entregó a su final.

Pero, no sin antes contar la verdad. 

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