A la mañana siguiente, Cielo llegó a la mansión Inchausti
con ansiedad y preocupación. Quería ver nuevamente a
la pequeña Alelí, esa nena dulce que ya se había ganado su
corazón, y también deseaba conocer al resto de los chicos
que allí vivían. Pero tenía que ocuparse en la mansión de
dos tareas fundamentales: limpiar y cocinar. Limpiar, mal
que mal, podía hacerlo. No tenía ninguna experiencia, pero
tampoco se trataba de una ciencia. Pero cocinar le resultaba
tan ajeno como pilotear un avión. Jamás lo había hecho y
jamás podría lograrlo, creía. Y lo principal: se moría por
cruzarse otra vez con el churro de Nicolás.
Había una diferencia esencial entre Nicolás y Cielo. Él era
un negador. Apenas la conoció se enamoró de ella, pero le
costaría mucho reconocerlo, tanto que ocultaría durante un
tiempo su sentimiento bajo la máscara de la solidaridad. En
cambio, Cielo tenía el sano hábito de ser absolutamente
sincera consigo misma. Tal vez se permitía, a veces
demasiado, no serlo ante los demás. Reconocía que, en
verdad, ayudar a Alelí y a los otros chicos que aún no
conocía era una razón para estar allí, pero no negaba que el
principal motivo de esas mariposas que sentía en la panza
era volver a ver al rubio. Como no lo negaba, admitía que
estaba en un problema serio y sin solución: le gustaba un
hombre que se iba a casar en breve. Y ella, ante todo, era
una buena persona, jamás le robaría el novio a otra mujer.
Sin embargo, allí estaba, presentándose a la hora
convenida. Cielo no era, ni remotamente, puntual. Llegaba
siempre tarde e inventaba en el momento excusas
imposibles. El hecho de que esa mañana llegara a la
mansión cuando faltaba un minuto para las nueve,
demostraba que había allí algo que le importaba mucho. Y
ya no se trataba del rubio, tenía la sensación de que algo
importante estaba comenzando.
La recibió Justina, quien exageró de forma intencionada su
habitual malhumor y prepotencia. Sin responder al amable
saludo de Cielo, apenas entró en la cocina le tendió un
uniforme de mucama. A Cielo no le gustaban los uniformes,
pero evaluó que no era una buena manera de comenzar
negarse a usarlo. Se encerró en un pequeño toilette de
servicio, y se lo puso. No pudo evitar hacerle unos retoques
para verse mejor. Se abrió un poco el escote, para que
pudiera lucirse una hermosa cadenita que le habían
regalado sus viejis, y se subió un poco la falda. El uniforme