Un dolor, uno más de tantos. Pero este es malo, es diferente. Sabe que viene directamente del infierno y solo trae malas noticias. La movilidad ya la tiene muy reducida desde siempre, pero este nuevo picotazo promete operaciones y rigidez. Y se prepara, sin agobios, para las malas nuevas. Con ayuda de un calzador se pone sus mejores zapatos, abotona su escasa camisa y se aprueba en el espejo con un pulgar retorcido pero vertical.
En el autobús le ceden el asiento, pues no puede esconder su enfermedad. Y la gente lo observa descaradamente cuando trepa por la silla, balanceando sus piernas en esa banqueta roja. No se acostumbra, le irrita y le avergüenza ser objeto de tanta evaluación, de la lástima. De esas embarazadas que salen casi corriendo en su presencia, agarrando sus vientres con esa protección manual que no puede hacer nada a nivel genético. Los niños son besados y apretados cuando aparece y ellos ríen señalando a aquel crío canoso.
Ha luchado mucho, toda la vida, y esas carcajadas no ponen mucho más peso a su espalda tan trabajada. Así que se baja con toda la dignidad de la que es capaz y el autobús respira aliviado. Como su madre, que lo dejó en un hospital sin mirar atrás salvo para ver si la seguían. Allí comenzó la batalla contra un síndrome de abstinencia que la leche no calmaba. Luego fue operado en cuanto lo sintieron más fuerte, para sacar de su enroscada concha a ese bebé de caracol. Sin preguntarle por su redondez, que solo era miedo. De ellos, suyo. Y con la edad, más cicatrices y más médicos; él se sentía más objeto que persona, un robot imperfecto al que extraían la carne para reponer las piezas perdidas.
Una vez lo llevaron en avión. Lo sentaron junto a un obeso mórbido que necesitaba butaca y media. Como un chiste cruel, ese vuelo corto se llenó de pasajeros que iban en sentido inverso al del baño, solo para ver. Alguno incluso, haciéndose eco del gusto popular, pidió hacer fotos. Él se negó. Hablaron, cada uno de sus vergüenzas, pero no llegaron a la amistad. Ambos se sentían igualmente ante monstruos. Uno rezando porque el sueño del otro no lo sepultara, el segundo porque se sentía gigante ante ese ser a medio hacer. Se dieron las manos incómodos y pese a promesas vanas de llamadas, ambos tiraron los teléfonos para olvidar.
El médico que últimamente lo veía, le mandó una radiografía urgente. Se confirmaron las sospechas. Definitivamente no iba a poder moverse con la limitada soltura que hasta la fecha. Habían ayudas técnicas, podrían mandar a alguien que lo asistiera. Pero debían programar otra operación.
“Yo que usted aprovecharía estos días. Haga cuanto pueda, cumpla algún sueño”, le recomendó el médico. Pero él no dormía, vivía en una pesadilla autoinfligida.
Cuando esa mujer dijo que quería estar con él, no la creyó y la echó, como a la siguiente que vino. Dudando que alguien pueda ver más allá de lo evidente. Su torso era de tamaño normal, pero no se encontraba cómodo con aquellas mujeres, sintiéndose un Edipo que hiciera sus perversos sueños realidad. Y en la asociación duró dos días cuando vio que era como un punto de encuentro donde todos buscaban medias naranjas, cuando él quería comer frutas exóticas.
Así que se quedó solo por decisión propia a los treinta, y ahora a los cincuenta y muchos ya no era una opción. Era una costumbre que ya no se veía con fuerzas de cambiar.
Se sentía Frankenstein, con tanto cosido y el corazón hecho pedazos porque había optado no ser feliz, y dejarse llevar por la opinión del vulgo, y de aquella madre vieja que lo dejó aterido para toda la eternidad. Cargado de mala leche, pues no había probado la que él reclamaba como suya, no había superado el abandono y se había dejado llevar por el rencor y su falta de cartílago, como si fueran un billete para el exilio.
Llamó a su puta habitual, con la que no sentía que le hacían un favor con cada orgasmo. Y se dedicaron a retozar durante horas, pues él compensaba su falta de longitud en las extremidades con una dedicación propia de un pastelero. Y amasaba, daba forma y alargaba casi al borde de la irritación lo que otros solo hacían durar minutos.
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Halloween
HorrorEn la noche mágica en la que somos otros, puedes realmente dejar de ser quién eres? Puedes liberarte? O sigues igual a ojos del mundo , un monstruo?