Entraña

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"Si hubieran sabido lo que le preparaba la ira de su Señor, los lamentos y sollozos aún hubiesen sido mayores y más y más fuertes los llantos."

Las mil y una noches.

1

El sol se filtraba entre las cortinas. Abrió un ojo pesadamente. Estiró el brazo y trató de alcanzarla con la mano. Despegó la cara de la almohada como de un velcro y se estiró más. La tomó y la tiró con fuerza. Volvió al velcro. No pasaron ni quince segundos —¿o casi media hora?— cuando la alarma se encendió —¿o llevaba un buen rato dele y dele que suene?— e inmediatamente odió estar vivo, ser adulto, y todo eso que viene cuando uno se levanta temprano, en pleno verano, para ir al trabajo. ¿De verdad tenía opción de no ir al trabajo? Las represalias en tal caso... no quería pensar en ellas. Saltó de la cama como un canguro amaestrado, tomó la toalla que colgaba del picaporte de la puerta y entró al baño. Cagó, y mientras lo hacía se recordó del sueño o pesadilla que había tenido en la noche. Se limpió el culo, se subió el calzoncillo, le echó pasta al cepillo y apenas se lo metió en la boca le vinieron ganas de vomitar. Se contuvo. Se miró en el espejo. No había bebido el día anterior. Ni una cerveza. Ni una sola, y no porque no quisiera, sino porque estaba justo con el dinero del mes y más aún, porque su esposa, ex esposa, mejor dicho, le había sonsacado lo de su nuevo trabajo —no tenía idea cómo crestas lo había hecho, pero sí tenía sus sospechas—, lo que en consecuencia le significó pagar una buena suma, y por retroactivo, por la mensualidad de su único hijo. Escupió la pasta y se enjuagó la boca. Le echó otra vez la pasta al cepillo y repitió la operación. Lentamente lo pasó por los dientes, luego la muelas, y sin saber cómo ni por qué, de nuevo le vinieron las arcadas. Pero esta vez no pudo detenerlas. Abrió la tapa del baño. Dolía, ardía. Cuando pudo abrió los ojos de nuevo. ¡Qué mierda era eso!

La entraña cayó de su boca entre toses y arcadas ácidas. ¡Blop!, a la taza del baño, se hundió y salió a flote, y ahí se quedó, como un tronco flotando en un lago de agua de retrete y pis. ¿Qué crestas había salido de su garganta? Parecía quieto. Parecía muerto. Debía estar muerto. La lasaña de espinacas y crema de leche del almuerzo del día anterior le había hecho daño, eso debió ser, o las aceitunas sevillanas, sí, claro, eso era... y el trozo de pulpa de cerdo de la cena, por Dios, no cabía duda, se trataba sólo de un poco de comida revuelta y nada más... Lo observó un rato y se le figuró una y mil cosas distintas, una y mil posibilidades de..., pero no, ¿quién era? ¿Ellen Ripley pariendo un alienígena por el tragadero? De pronto creyó que se movía. Era efecto del agua del retrete. No podía ser otra cosa. ¡No podía serlo! No sin titubear, acercó esa mano temblorosa y se decidió a tirar la cadena. La cosa dio vueltas en el remolino y se fue con el mismo por el desagüe. ¡Zuuup! La pantalla del celular sobre el lavamanos se encendió. La prórroga de la alarma sonaba una de esas canciones de piano tan conocidas. Lo tomó y lo apagó. Se enjuagó la boca con agua y con Listerine un par de veces. Luego se limpió con un poco de papel higiénico, y con una punta de la toalla se raspó las mejillas interiores de la boca y el paladar. Escupió y escupió, se cansó de escupir. Pero no, no salió nada más. Por fin entró a la ducha y se bañó. Trató de no pensar, pero pensó. Lo que se venía era un día de mierda, uno como muchos. Salió de la ducha, se secó y mientras lo hacía miraba el fondo de la taza. Ni siquiera me alcancé a despedir, se dijo, pero luego se arrepintió de pensar estupideces. Fue a su habitación, se vistió y salió como alma que lleva el diablo rumbo al paradero. Ya estaba lo suficientemente atrasado. Esperó y mientras lo hacía llamó a su jefe. Le ofreció las disculpas del caso. Idiotas, imbéciles y rastreras disculpas. Llegaría 15 tal vez 30 minutos más tarde. Y mientras subía a la micro pensó en que parece que había nacido atrasado en todo.

2

Cuando volvió del trabajo, deshecho, ya se había olvidado de lo que sucedió en la mañana. O casi olvidado: digamos que le quedó algún resabio en alguna parte del cerebro. Subió las escaleras hasta el cuarto piso, giró la llave y se aposentó en el sillón apenas cerró. La vejiga le instó a ir al baño y fue entonces, en la puerta del susodicho baño cuando el monstruo volvió a su cabeza. Déjate de pelotudeces, pensó. No había vivido 34 pelotudos años de una vida pelotuda para venir a creer en todo lo que sus ojos le decían. Era un adulto, ¡un hombre, la cresta de los pollos! Abrió, levantó la tapa, se bajó el cierre, desenvainó y meó. Ahora sí estaba mejor. Volvió al pasillo. Fue a la cocina e hizo algo de comer. O mejor dicho, recalentó lo que había en el refrigerador. Fue al comedor y comió de la olla mientras miraba a los de siempre en la tv. Entonces algo le hizo erizar la espina. Un ruido que venía del baño y no era ese goteo constante de la ducha. Tiró el tenedor y fue a ver. Encendió la luz. Nada. Se miró en el espejo antes de salir y se sintió idiota. Cerró y cuando volvió al comedor, ya no se sintió como un idiota, porque en la alfombra, retorciéndose, la cosa espantosa yacía, viscosa, peluda.

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