[...]Una figura alta y delgada dominaba el centro de la estancia, a muy pocos metros del escenario. Hacía un momento no estaba allí, por lo que debía haberse materializado de la nada. Eso era lo que había visto el brujo Tremere, una proeza mágica que rivalizaba con la de los Vástagos más poderosos.
El recién llegado vestía un sudario rasgado unido al cuerpo mediante unas viejas vendas podridas. Su rostro blanquecino era el de un cadáver que llevará mucho tiempo muerto, con el pellejo reseco pegado al cráneo pelado. Los labios finos como el papel, la nariz ganchuda y las mejillas huecas y descarnadas se unían para darle un aspecto totalmente malévolo. Unos enormes ojos, negros como los pozos del infierno, observaban sin pestañear a todos los presentes.
Sobre estos blancos y negros había rasgos de color escarlata brillante en su rostro, su pecho y sus brazos. Las manos y dedos eran del fantasmal color de la sangre fresca. McCann no tenía dudas de que estaba ante la Muerte Roja.
Detrás de la criatura espectral, al fondo del escenario, se acurrucaba Rachel Young. Sus gritos eran los que habían alertado a la multitud, pero ahora sus labios estaban apretados en una expresión de desesperación. Estaba aterrorizada, pero parecía incapaz de moverse para escapar de aquel horror. El detective podía entender el motivo.
El suelo de vinilo que rodeaba a aquel cadáver andante crepitaba y burbujeaba como si fuera de lava. Olas de aire caliente rodeaban a la criatura, dándole una imprecisión terrorífica y sobrenatural.
—En trescientos años nunca he visto nada parecido —murmuró Benedict, aún sentado. —¿Cómo puede existir un monstruo así?
El detective se preguntaba lo mismo, pero su observación se fundamentaba en un periodo de tiempo mucho mayor.
—¿Quién eres? —La voz del Príncipe sonó clara como una campana en el silencioso local. —¿Cómo te atreves a violar las tradiciones y a entrar en mis dominios sin permiso?
La figura levantó la cabeza hasta que sus ojos se encontraron con los de Vargoss. —Soy la Muerte Roja —declaró con deliberada lentitud. —Voy donde me place. Tus patéticas pretensiones territoriales no significan nada para mí. Mi voluntad es la única ley. [...]