Mis alas confeccionadas con sombras,
obsequio de un parroquiano de ojos café,
son podadas cada vez que les brotan retoños de primavera.
Deberían haberse dado por vencidas,
deberían haberse marchitado.
Las pude dejar secarse en un rincón,
pero una voz en mi interior
me repetía insistente al oído:
"riégalas con ternura, riégalas con belleza,
riégalas con pasión,
con lágrimas,
más no de aquellas que del sufrimiento son amigas
y en ello se regocijan,
sino de aquellas que surgen de la capacidad de atrapar
un rayo de sol en un instante de efímera belleza".
Luces danzarinas y alas en el techo de la piscina revolotean.
El ronquido,
la leve queja de la abeja peluda que duerme
acurrucada entre mis gruesos brazos
como dos troncos me distrae,
me pide que no me mueva,
que no la descobije,
que no la desproteja.
¿Es un perro o un bebé?,
¡al demonio!,
¿a quién le importa la diferencia?.