IV Mis pinitos con la muerte

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«Conservar algo que me ayude a recordarte, sería admitir que te puedo olvidar».
William Shakespeare.

30 de noviembre de 2015

Me gusta madrugar a no ser que haya algo que me entretenga entre las sábanas. Es un lujo coger una taza de té caliente o de chocolate y ver a la gente que camina deprisa entre el frío y la lluvia plomiza que les da los buenos días. Necesito tiempo para mí. Para despertarme despacio y reconstruir todo lo que me ha pasado y en quién me he convertido de un día para otro. Si el día anterior fue bueno, siento que he florecido y mi mañana será buena, por lo menos hasta que uno de los que caminan por las calles mientras yo me resguardaba del frío me devuelva a la realidad y a mis días cubiertos de lluvia, espinas y colmillos.
He cogido mi diario, mi memoria apaisada. Ordeno las notas y las horas de este día. Me sirve de agenda, de paño de lágrimas y de lugar donde dibujar. Hace unos años sufrí un accidente y me cuesta recordar algunas cosas. Antes de nada, voy a llamar a Richard, que madruga más que yo y mientras escucho los tonos de la llamada abro la nevera buscando manzanas, huevos, leche, mantequilla y canela. Dentro de la alacena, está la harina en un tarro de cerámica blanco con rosas esmaltadas. El tarro estaba cuando alquilé la casa. Me trae una historia. La llevaba conmigo cuando me mudé, entre las manos y las maletas.

Historia de un bote de lentejas, (Diario, 2005)

Tengo 17 años y he cogido el metro para ir a Baker Street a documentarme para un trabajo de clase. Mi profesora de filosofía, la señora Berkeley, siempre está dando vueltas a su mundo esperpéntico y maravilloso. Nos obliga a buscar nuevas perspectivas en lo cotidiano hasta caer en conclusiones que apuntamos en una hoja y que le entregamos cada vez que surgen. Son espontáneas. Según ella, hay que abordar los pensamientos creativos, los pensamientos nuevos como nacimientos. Hay que buscar todas las caras posibles de la vida para aprender a perdonarnos, a sufrir, a entender y, sobre todo, a ser más humanos.
El tema de nuestro trabajo es «el arte en cualquier profesión». La señora Berkeley nos cuenta que cualquier actividad, por muy rutinaria que sea, tiene su parte creativa, aunque sea simplemente la capacidad de perfeccionar un hábito y hacerlo único para que merezca la pena ser repetido, día tras día, durante años. La forma de colocar un abrigo en la percha o de liar un cigarrillo. Las siluetas que forma el fuego, en el caso de los bomberos, y el hecho de algunos de ellos lo combatan como si lucharan con dragones. Ese fue el ejemplo que puso y nos pidió que la sorprendiéramos.
Mi compañera Suzzy Lake, una fanática de la moda, ha decidido entrar en su boutique favorita y tomar nota de cómo se combinan los colores, la forma de doblar un jersey o las ideas para montar un escaparate. Según ella, tienen un don para mezclar colores y darle un toque de perfume que además de comprar, te entra hasta hambre.
Yo paso de la moda. Me gusta la ropa de deporte porque es cómoda y aunque para una ocasión especial soy capaz de plantarme un vestido largo y ponerme unos tacones, rezo para que esos momentos no se repitan con frecuencia en el tiempo.
Ya es primavera. El cielo está azul brillante, y aunque toco el impermeable doblado en el bolsillo, hoy no puede llover. Lo he deseado con todas mis fuerzas y me lanzo a la calle con mi cámara nueva. Es el premio que he ganado en un concurso de dibujo. Me relaja dibujar a lápiz en mi cuaderno de anillas. Mi hermano Alan dice que les robo el alma, que con un par de trazos puedo captar la expresión de la gente y si me esfuerzo, hasta sus pensamientos más ocultos.
En el concurso de dibujo que se celebraba en el colegio, me apunté animada por mi familia. De hecho, fue mi hermano Dwain el que me apuntó sin decir nada. Siempre presume de mí. Según él, puedo hacer cualquier cosa que me proponga y desde que mis hermanos me entrenan, también las más fuerte, pero qué va a decir mi hermano…
A mí me encanta dibujar a mi vecina Abigail intentando alcanzar el bote de caramelos, acariciando el perro del vecino o durmiendo. La había dibujado con pinturas rojas, azules y amarillas de pie, intentando alcanzar el bote de los lápices. A su lado, una mecedora clara, con los ojos arrugados por el tiempo de su abuela que la observa, cierra la escena.
Y gané. El premio fue una cámara de fotos. Era una cámara digital marca Kodak. Mis hermanos se ofrecieron para dejar que descargara las fotos en su ordenador, el único que había en la casa y que habían comprado después de dos años haciendo trabajos de jardinería y paseando perros.                              
«Me parece un premio contraproducente. Deberían haberte regalado lápices, lienzos y pinturas con las que mancharte. Si con un solo clic captas una imagen perfecta, ¿para qué te vas a molestar en pintar?», dijo mi hermano Dwain, que es el inteligente de la familia. Yo estoy encantada con mi cámara digital y pienso hacer fotos de todo. Si no logro hacer un buen trabajo (porque escribir nunca ha sido lo mío), le diré a la profesora que Sherlock Holmes fue cuidadoso en su día a día y lo dejó todo preparado con el orden necesario para que yo hiciera unas fotos magníficas.

Mi cráneo perfumadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora