Vuelve,
Que un beso nos quedó pendiente
Vuelve,
Que no estoy lista para perderte
Vuelve,
Que recordar no es suficiente...
(Kany García)
Estaba de pie frente a la puerta de su habitación. Una ironía amarga sacudió lejos de mí una risa igual de amarga al ver el número que identificaba su puerta, era el setecientos siete. De allí, el único que me importaba era el número siete, pues la ironía cruel se definía en aquel número, el mismo que Vanesa solía considerar como nuestro número de la suerte. Nos habíamos conocido una tarde cálida de un siete de abril y aquel hecho tan relevante para nuestras vidas fue el primero de muchos que llevaron a la misma coincidencia numérica, en su mayoría todos felices, salvo uno; el que me mantenía en este espantoso lugar.
Cubrí mis brazos con mis propias manos buscando mitigar los efectos de mi piel crispada, me sentía helada, casi tanto como lo estaba el hospital. Desde que me habían diagnosticado el carcinoma y había logrado superar aquel fatídico episodio de mi vida, no había vuelto a estar en uno. La cicatriz de mi nariz había tardado un buen tiempo en sanar, sin embargo, aún restaban las peores, aquellas que no se mostraban en la piel. Sospechaba y, francamente, me resultaba lógico vincular a esas cicatrices tan profundas la dolorosa y desesperanzadora sensación que volvía la sala de espera un lugar tan frío.
Quería creer en eso, necesitaba hacerlo.
Tomé aire y lo contuve en mi pecho por unos segundos, con la esperanza de que aquello calmara los temblores a los que mi cuerpo me estaba sometiendo desde que recibí aquella llamada. Sin embargo, mi esfuerzo fue en vano, en el fondo lo sabía bien: lo único que podía calmarme estaba del otro lado de la puerta.
Subí una mano temblorosa a mi cara y sequé las lágrimas que no dejaban de recorrerme las mejillas. Sabía bien que esta vez tenía que ser fuerte, casi tanto como lo estaba siendo ella. Nos lo dijeron los médicos en cuanto la ingresaron a la UCI: esperaremos los resultados de los estudios, pero deben ser fuertes.
No podía fallarle, no ahora.
Tomé con decisión el picaporte y con un impulso que no supe de dónde vino, logré poner un pie delante del otro hasta quedar frente a su cama. La tarea de ser fuerte parecía posible del otro lado de la puerta, o al menos había logrado convencerme de ello. Sin embargo, en cuanto la vi y me acerqué para acariciar su mejilla, caí en la cuenta de lo que estaba sucediendo. No fueron los vendajes, no fueron los golpes ni el color granate que asomaba en partes de sus brazos y de su rostro, tampoco fueron todos aquellos aparatos que la ayudaban a respirar. Fue el tocar su piel y la sensación que me recorrió de pies a cabeza al hacerlo los que, de alguna manera, me hicieron saber que a pesar de estar físicamente ahí, ella se estaba alejando lentamente.
La miré, y deseé que ocurrierá un milagro para que aquellos ojos que se habían convertido en mi refugio los últimos años, me devuelvan la mirada como solían hacerlo cada mañana al despertar. Quería, anhelaba, que sus pupilas volvieran a clavarse en las mías y dieran fin a esta pesadilla, sin embargo, sabía que era en vano. Los deseos y las súplicas no tenían sostén aquí, y el sonido de las máquinas era a la vez el recuerdo constante de lo inevitable.
Acerqué mi rostro al suyo y uní nuestras frentes con cuidado. Subí una mano a su mejilla como lo hacía cada vez que iba a besarla, y con la otra tomé su mano izquierda. Sin moverme de esa posición, lloré y dejé que mis lágrimas se deslicen por mi piel y la suya, buscando inútilmente mitigar el dolor y la presión en el pecho que cada vez me dificultaban más respirar. Cerré los ojos con fuerza y, aunque lo sabía, volví a suplicar; a Dios, al universo, a la vida misma o a lo que sea que existía, si es que lo hacía, por que no sea verdad. Que sólo se tratara de un mal sueño espantoso y que, cuando mis ojos volvieran a abrirse, la encuentren a mi lado, con su voz y sus brazos rodeándome, acogiéndome y haciendo de sedante, como hacía cada noche en la que no lograba conciliar un sueño tranquilo.
Pero sabía que no iba a suceder.
Y al saberlo, instantáneamente sentí algo oscuro creciendo dentro de mí. Ya no era sólo dolor, también era enojo, era ira y un porqué a ella.
Apreté los agarres de mis manos con más fuerza, no podían alejarla de mí. No a la única persona que me amó y a la que amé como nunca pensé hacerlo, simplemente porque no sabía que se podía amar con tanta intensidad y con tantas ganas. Nunca imaginé que sentir tanto podía corresponder a este mundo. Y solían decírnoslo: su amor es una conexión superior. Tienen algo especial en sus manos, no lo dejen ir.
Y claro que tenía algo especial en mis manos. La tenía a ella, solo que no la estaba dejando ir, me la estaban arrebatando. Lo que sea que nos unió, ahora nos estaba separando de la peor forma en que pueden separar a dos personas que se aman.
Me habían enseñado lo bonita que puede llegar a ser la vida cuando encuentras a la persona correcta para compartirla, pero ahora el suelo se estaba abriendo bajo mis pies. Estaba a punto de caer en un infierno del que, sabía casi con certeza, no iba a ser capaz de salvarme sola.
Hacía tiempo ya que no era solo yo, y estaba convencida de que había dejado atrás esa soledad. Sin embargo, ahora volvía amenazante y sintiéndose como si me arrancaran a tiras la piel.
Sentí que me agarraban de los hombros y, con suavidad, intentaban alejarme de su cama. Volteé sin soltar su rostro y su mano. Francis me miraba a los ojos y enseguida supe que, detrás de sus lágrimas, estaba la confirmación de la sensación que tuve cuando la toqué por primera vez al entrar a la habitación.
No podía ser real.
No así. No tan rápido.
No ella.
- No... -murmuré con la voz entrecortada. Francis me abrazó con fuerza y, supongo, buscando también su propio consuelo.
- Moni...
- No. -lo interrumpí y comencé a negar enérgicamente con la cabeza mientras las lágrimas, que parecían nunca agotarse, volvían. Sin quererlo, su hermano había hecho que suelte su mano, inmediatamente volví a tomarla, esta vez con ambas manos y con más fuerza.- No... -repetí y volví a acercarme a su rostro. Besé su mejilla por un tiempo que podrían haber sido segundos o minutos, no estaba segura-
Sentí una tercera mano en mi hombro y volví a separarme de ella por un ratito. Era su padre. Miré detrás de él; Toñi estaba en la otra punta de la cama, lágrimas silenciosas humedecían su rostro mientras se aferraba a los pies de su hija por encima de las sabanas. Un apretón en el hombro me hizo volver mi atención a su padre.
- Moni, que no hay nada que hacer - la voz de Paco me estremeció, jamás imaginé escucharlo llorar- Acaban de llegar los resultados, hay muerte cerebral.
Entonces caí.
Caí a ese infierno que se estaba abriendo tortuosamente bajo mis pies desde hacía doce horas, y sólo pude pensar en la crueldad del tiempo.
Trece horas atrás, ella aún estaba conmigo, entre nosotros.
Trece horas atrás, yo tenía un motivo por el cual seguir.
Trece horas atrás, yo tenía una vida.
Pero todo lo que tenía trece horas atrás, me lo acababan de arrebatar. Porque todo era ella.