6:30 a.m.
Proveniente del reloj-despertador, un intermitente pitido hace que, tras varios segundos desde que empieza a sonar, me despierte, aunque no abro los ojos.
Con muy pocas ganas, menos que las habituales, estiro el brazo hasta el aparato y aprieto todos y cada uno de los botones que encuentran mis dedos a su paso, hasta que, por casualidad, encuentro el que desactiva el molesto sonido.
Doy media vuelta en la cama, dispuesta a abrazar a Robert, mi marido, pero sólo encuentro hueco y las sábanas arrugadas. No me sorprendo, ni siquiera me molesto en preocuparme a estas alturas. Hace casi dos meses que pasa varias noches a la semana trabajando en el taller, o eso es lo que quiero pensar.
Para cuando decido levantarme ya han pasado diez minutos en los que podría haber aprovechado y ahora estaría dándome mi ducha matutina, pero ahora, por culpa de mi infinita pereza, tengo que ducharme, vestirme, desayunar y lavarme los dientes con prisas, y rezar por que no haya atasco de camino a la inmobiliaria.
Apenas cuarenta minutos más tarde, termino de ducharme y vestirme, y me encuentro mirándome en el gran espejo de nuestra habitación. Veo de reojo que el reloj marca las siete y veinte, aún me sobran veinte minutos más. Me observo, dándome un toque de rímel y lápiz de ojos para hacer que mis ojos color miel se vean más grandes, o al menos es lo que intento. Me encantan mis pecas, pero el maquillaje las ocultará de un momento a otro. Acabo con la base, extiendo un poco de polvo del color de mi blanquecina piel sobre mi cara y agarro mi barra de labios rojo carmín para darle un poco de color a mi boca. Hoy he decidido llevar el pelo al natural, cayendo sobre mis hombros formando una cascada de color azabache.
Salgo de la habitación, luciendo mi nuevo vestido azul marino, por las rodillas, ajustado y no muy escotado, perfecto para el trabajo, y un par de tacones negros que en pocas ocasiones me he puestos. Bajo las escaleras y oigo un ruido en el sótano-garaje de la casa, e imagino que Robert se habrá quedado dormido allí abajo.
Al descender las escaleras, efectivamente veo que quien hacía el ruido era él, a quien veo en el asiento de conductor de su deportivo familiar negro, dormido, con la puerta del coche abierta. Me doy cuenta de que, lo que hizo que bajase al sótano, es una lata de pintura en el suelo que antes estaba en el segundo estante de nuestro pequeño trastero, donde guardamos herramientas y demás.
El olor alcoholizado, proveniente de mi ahora borracho marido, llega a mis fosas nasales mucho antes que el olor a pintura, y cuando ambos se mezclan, mi cuerpo reacciona llevando una mano a mi boca y a mi nariz, tapándolas.
-Robert... -Hablo en bajo, casi en un susurro, mientras me acerco a él para zarandearle con suavidad.
Pero no reacciona, simplemente duerme.
-Cariño, despierta. -Le agito ahora con algo más de fuerza, y por fin abre los ojos.
Me mira, parece confundido. Abre la boca como para decir algo, pero sólo suspira y se lleva una mano a la cabeza, y su aliento me provoca náuseas.
-¿Dónde estoy..? -Pregunta vagamente tras volver a cerrar los ojos y abrirlos a duras penas.
-En casa, con tu mujer, donde deberías estar más veces. Apestas a alcohol, date una ducha.
Noto una mirada asesina clavada en mi sien pero ignoro tal gesto y camino hasta mi coche. Lo primero en que me fijo es en que mi precioso Audi descapotable blanco tiene un golpe en el parachoques.
-¡Robert, ¿qué le has hecho a mi coche?! -Chillo, horrorizada.
-Ah, sí, eso... Te lo iba a decir, le he dado un golpecito. -Arrastra las palabras y empieza a darme asco oírle hablar.
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Siete minutos en el cielo.
Teen FictionAbigaíl Jefferson, una joven vendedora inmobiliaria, casada, se encuentra en la difícil situación de elegir entre ser fiel a su estilo de vida o hacer una locura y comenzar a ser feliz. ¿Crees en las almas gemelas?