Prólogo

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Tenía trece años. Era joven, demasiado a mi propio parecer, incluso si para algunos otros era lo suficientemente como para casarme y empezar a engendrar hijos. Un deber no apto para una joven tan infantil e ingenua que solo se preocupa de conseguir, únicamente, su propia felicidad. Pero el hecho de que fuese la hija del Gran Duque de Loarte no ayudaba en nada.

Puede que el matrimonio fuera una forma de obligarme a madurar mucho más rápido, para hacerme entender cómo funcionaba este mundo cruel e injusto.

—Lo siento mucho, cariño. Pero esto es necesario. —fué lo primero que me dijo mi padre al momento de revelar mi compromiso.

Se notaba el desagrado que sentía ante la idea de mandarme a un país extranjero, con gente y costumbres desconocidas para mi. Pero ni siquiera eso le evitó aceptar aquel acuerdo en el cual me vendía, tal y como uno vende una mula.

En la noche de aquel mismo día, me fue casi imposible pegar ojo. Lo único que quería en ese momento era sentir los brazos de mi madre, acurrucándome y que me dijera que todo iba a estar bien, que iba a ser feliz y que no sufriría.

Y como cualquier niña, decidí ir en su búsqueda.

Esa simple e inocente decisión, me hizo resentir y perder un ápice de confianza en mi padre.

—¿¡Cómo has podido acceder!? —los reproches de mi madre eran audibles, incluso a unos metros de distancia de las puertas del despacho de mi padre. —¡Solo tiene trece años, Xabier! ¿Es que acaso no te importa lo que puedan hacerle allí?

Un fuerte golpe me hizo esconderme detrás de uno de los sillones de la sala de espera en frente del despacho.

—¡Claro que me importa! ¡Es mi hija! —la voz de mi padre se escuchaba enfadada, pero tampoco se me pasó el ápice de melancolía que la acompañaba. —¿Crees que me hace gracia tener que utilizarla en asuntos políticos de este calibre? Ni siquiera era mi intención involucrar a nuestra hija en esto, pero Euken dijo que era obligatorio que accediese al compromiso entre su hijo y Uda para poder sellar la alianza.

Un prolongado y frustrado suspiro se hizo eco en el despacho.

—¡Ese es el problema! Podrías haberte negado. Ni siquiera necesitamos esa maldita alianza. Somos una de las grandes potencias del continente.

Me negué a seguir escuchando aquella discusión.

Nunca había podido soportar las discusiones de mis padres, menos aún si resultaba ser yo el dilema en cuestión.

A partir de esa noche fue inevitable captar la tensión que se había creado entre mis padres. Mi madre evitaba a toda costa a mi padre, hasta el punto de trasladar sus aposentos o incluso dejar de comer los cuatro juntos, consiguiendo avivar la llama de la confusión de toda la corte ante la situación. Por su parte, mi padre hizo todo lo posible por obtener el perdón de mi madre.

En cuanto a mí respectaba, me volqué en mis estudios y en mis pasatiempos en un intento estupido de hacer ver a mi padre que podría hacer mucho más que solamente casarme con un príncipe extranjero.

Pero mi ingenuidad no consiguió llevarme a ningún lado.

Sólo resultó ser otro dolor de cabeza.

Y para cuando quise darme cuenta, ya había pasado un año, un año en el cual la relación de mis padres había vuelto a la normalidad, trayendo consigo de vuelta la calma a la corte. La cual resultó durar menos de lo que esperaba, ya que esa paz fue enseguida reemplazada por la exaltación de los preparativos para mi viaje a Azcain y mis futuras nupcias con su príncipe heredero.

Entre los preparativos, el largo viaje y la ansiedad provocada por la situación que estaba viviendo, fue imposible no recluirme por varios días en mis aposentos temporales en cuanto llegamos a la corte Azcaina.

Princesa del ValleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora