Cap 1

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El pueblo de Holcomb está en las elevadas llanuras trigueras del oeste de Kansas, una zona
solitaria que otros habitantes de Kansas llaman «allá». A más de cien kilómetros al este de la
frontera de Colorado, el campo, con sus nítidos cielos azules y su aire puro como el del
desierto, tiene una atmósfera que se parece más al Lejano Oeste que al Medio Oeste. El
acento local tiene un aroma de praderas, un dejo nasal de peón, y los hombres, muchos de
ellos, llevan pantalones ajustados, sombreros de ala ancha y botas de tacones altos y punta
afilada. La tierra es llana y las vistas enormemente grandes; caballos, rebaños de ganado,
racimos de blancos silos que se alzan con tanta gracia como templos griegos son visibles
mucho antes de que el viajero llegue hasta ellos.
Holcomb también es visible desde lejos. No es que haya mucho que ver allí... es
simplemente un conjunto de edificios sin objeto, divididos en el centro por las vías del
ferrocarril de Santa Fe, una aldea azarosa limitada al sur por un trozo del río Arkansas, al
norte por la carretera número 50 y al este y al oeste por praderas y campos de trigo. Después
de las lluvias, o cuando se derrite la nieve, las calles sin nombre, sin árboles, sin pavimento,
pasan del exceso de polvo al exceso de lodo. En un extremo del pueblo se levanta una antigua
estructura de estuco en cuyo techo hay un cartel luminoso -BAILE-, pero ya nadie baila y
hace varios años que el cartel no se enciende. Cerca, hay otro edificio con un cartel
irrelevante, dorado, colocado sobre una ventana sucia: BANCO DE HOLCOMB. El banco
quebró en 1933 y sus antiguas oficinas han sido transformadas en apartamentos. Es una de las
dos «casas de apartamentos» del pueblo; la segunda es una mansión decadente, conocida
como «el colegio» porque buena parte de los profesores del liceo local viven allí. Pero la
mayor parte de las casas de Holcomb son de una sola planta, con una galería en el frente.
Cerca de la estación del ferrocarril, una mujer delgada que lleva una chaqueta de cuero,
pantalones vaqueros y botas, preside una destartalada sucursal de correos. La estación misma,
pintada de amarillo desconchado, es igualmente melancólica: El Jefe, El Superjefe y El
Capitán pasan por allí todos los días, pero estos famosos expresos nunca se detienen. Ningún
tren de pasajeros lo hace... sólo algún tren de mercancías. Arriba, en la carretera, hay dos
gasolineras, una de las cuales es, además, una poco surtida tienda de comestibles, mientras la
otra funciona también como café... el Café Hartman donde la señora Hartman, la propietaria,
sirve bocadillos, café, bebidas sin alcohol y cerveza de baja graduación (Holcomb, como el
resto de Texas, es «seco»).
Y, en realidad, eso es todo. A menos que se considere, como es debido, el Colegio
Holcomb, un edificio de buen aspecto que revela un detalle que la apariencia de la
comunidad, por otro lado, esconde: que los padres que envían a sus hijos a esta moderna y
eficaz escuela (abarca desde jardinería hasta ingreso a la universidad y una flota de autobuses
transporta a los estudiantes -unos trescientos sesenta- a distancias de hasta veinticinco
kilómetros) son, en general, gente próspera. Rancheros en su mayoría, proceden de orígenes
muy diferentes: alemanes, irlandeses, noruegos, mexicanos, japoneses. Crían vacas y ovejas,
plantan trigo, sorgo, pienso y remolacha. La labranza es siempre un trabajo arriesgado pero al
oeste de Kansas los labradores se consideran «jugadores natos», ya que cuentan con lluvias
muy escasas (el promedio anual es de treinta centímetros) y terribles problemas de riego. Sin
embargo, los últimos siete años no han incluido sequías. Los labradores del condado de
Finney, del que forma parte Holcomb, han logrado buenas ganancias; el dinero no ha surgido
sólo de sus granjas sino de la explotación del abundante gas natural, y la prosperidad se
refleja en el nuevo colegio, en los confortables interiores de las granjas, en los elevados silos
llenos de grano.
Hasta una mañana de mediados de noviembre de 1959, pocos americanos -en realidad
pocos habitantes de Kansas- habían oído hablar de Holcomb. Como la corriente del río, como los conductores que pasaban por la carretera, como los trenes amarillos que bajaban por los
raíles de Santa Fe, el drama, los acontecimientos excepcionales nunca se habían detenido allí.
Los habitantes del pueblo -doscientos setenta- estaban satisfechos de que así fuera, contentos
de existir de forma ordinaria... trabajar, cazar, ver la televisión, ir a los actos de la escuela, a
los ensayos del coro y a las reuniones del club 4-H. Pero entonces, en las primeras horas de
esa mañana de noviembre, un domingo por la mañana, algunos sonidos sorprendentes
interfirieron con los ruidos nocturnos normales de Holcomb... con la activa histeria de los
coyotes, el chasquido seco de las plantas arrastradas por el viento, los quejidos lejanos del
silbido de las locomotoras. En ese momento, ni un alma los oyó en el pueblo dormido...
cuatro disparos que, en total, terminaron con seis vidas humanas. Pero después, la gente del
pueblo, hasta entonces suficientemente confiada como para no echar llave por la noche,
descubrió que su imaginación los recreaba una y otra vez... esas sombrías explosiones que
encendieron hogueras de desconfianza, a cuyo resplandor muchos viejos vecinos se miraron
extrañamente, como si no se conocieran.
El amo de la granja de River Valley, Herbert William Clutter, tenía cuarenta y ocho
años y, como resultado de un reciente examen médico para su póliza de seguros, sabía que
estaba en excelentes condiciones físicas. Aunque llevaba gafas sin montura y era de estatura
mediana -algo menos de un metro setenta y cinco- el señor Clutter tenía un aspecto muy
masculino. Sus hombros eran anchos, sus cabellos conservaban el color oscuro, su cara, de
mandíbula cuadrada, había guardado un color juvenil y sus dientes, blancos y tan fuertes
como para partir nueces, estaban intactos. Pesaba setenta y seis kilos... lo mismo que el día en
que se había licenciado en la Universidad Estatal de Kansas terminando sus estudios de
agricultura. No era tan rico como el hombre más rico de Holcomb... el señor Taylor Jones,
propietario de la finca vecina. Pero era el ciudadano más conocido de la comunidad,
prominente allí y en Garden City, capital del condado, donde había encabezado el comité para
construir la nueva iglesia metodista, un edificio que había costado ochocientos mil dólares. En
ese momento era presidente de la Confederación de Organizaciones Granjeras de Kansas y su
nombre se citaba con respeto entre los labradores del Medio Oeste, así como en ciertos
despachos de Washington, donde había sido miembro del Comité de Créditos Agrícolas
durante la administración de Eisenhower.
Seguro de lo que quería de la vida, el señor Clutter lo había obtenido, en buena medida.
En la mano izquierda, en lo que quedaba de un dedo aplastado por una máquina, llevaba un
anillo de oro, símbolo, desde hacía un cuarto de siglo, de su boda con la mujer con quien
había deseado casarse: la hermana de un compañero de estudios, una chica tímida, piadosa y
delicada llamada Bonnie Fox, tres años menor que él. Bonnie le había dado cuatro hijos: tres
niñas y después un varón. La hija mayor, Eveanna, casada y madre de un niño de diez meses,
vivía al norte de Illinois, pero iba con mucha frecuencia a Holcomb. Precisamente, estaban
esperando que llegara con su familia dentro de la quincena que faltaba para el Día de Acción
de Gracias, ya que sus padres estaban planeando reunir a todo el clan Clutter (originario de
Alemania; el primer emigrante Clutter -o Klotter como lo escribían entonces- había llegado en
1880). Habían invitado a unos cincuenta parientes, algunos de los cuales vendrían de lugares
tan lejanos como Palatka, Florida. Tampoco Beverly, la segunda hija, vivía ya en la granja;
estaba en Kansas City, Kansas, cursando estudios de enfermería. Beverly estaba prometida
con un joven estudiante de biología, que su padre apreciaba mucho; las invitaciones para la
boda, que se realizaría en Navidad, ya estaban impresas. Eso dejaba en casa al varón, Kenyon,
que a los quince años ya era más alto que su padre y a una hermana un año mayor... la
mimada del pueblo, Nancy.
Con respecto a su familia, Clutter sólo tenía un motivo de preocupación; la salud de su
mujer. Era «nerviosa», tenía sus «rachas»; ésos eran los términos en que la describían quienes
la querían. Y no es que «los problemas de la pobre Bonnie» fueran un secreto; todos sabían

A sangre fría (Truman Capote)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora