Cap 2

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que hacía más de seis años que estaba en manos de psiquiatras. Sin embargo, aun en esas zonas oscuras había brillado

últimamente un rayo de sol. El miércoles pasado, al volver del Centro Médico de Wesley, lugar donde se internaba habitualmente, tras dos semanas de
tratamiento, la señora Clutter trajo a su marido noticias casi increíbles: le había dicho jubilosamente que la raíz de sus males, según habían decretado finalmente los médicos, no estaba en su cabeza sino en su columna... era física, un problema de vértebras desplazadas. Por supuesto, tendrían que operarla, y después... bueno, volvería a ser como antes. ¿Sería
posible? La tensión, las fugas, los sollozos ahogados por la almohada tras una puerta cerrada
con llave, todo debido a una vértebra desplazada... Si era así, el señor Clutter podría rezar una
plegaria de gratitud sin reservas ante la familia, en la sobremesa del Día de Acción de Gracias.
Habitualmente, la mañana del señor Clutter empezaba a las seis y media, cuando lo
despertaba el ruido de los bidones de leche y la charla de los muchachos que los llevaban, los
dos hijos del peón Vic Irsik. Pero hoy se había quedado en la cama, dejando que los hijos de
Vic Irsik fueran y vinieran, porque el día anterior -un viernes trece- había sido un día agitado,
aunque agradable. Bonnie había vuelto a ser «la de antes»; como preludio a la normalidad, a
las fuerzas que recuperaría tan pronto, se había pintado los labios, se había peinado y, con un
vestido nuevo, lo había acompañado al Colegio Holcomb donde ambos habían aplaudido una
representación estudiantil de Tom Sawyer en la que Nancy había interpretado a Becky
Thatcher. Había disfrutado viendo como Nancy actuaba en público, nerviosa pero sonriente, y
los dos se enorgullecieron por la actuación de Nancy, que había desempeñado muy bien su
papel, sin olvidar ni una coma, y que, como le dijo él después en el camerino, «estaba
preciosa; una verdadera belleza del Sur». Después, Nancy, comportándose como si
verdaderamente lo fuera, hizo una encantadora reverencia y pidió permiso para ir a Garden
City donde en sesión especial a las once y media, en el State Theatre, daban una película de
horror que todos sus amigos querían ver. En otras circunstancias, el señor Clutter hubiese
negado el permiso. Sus normas eran leyes y una de ellas era que Nancy -y Kenyon- tenían que
estar en casa a las diez; sólo los sábados podían llegar a las doce. Pero había pasado tan bien
la velada que dio su consentimiento. Nancy no volvió a casa hasta las dos. El la oyó llegar y
la llamó; aunque no era dado a levantar la voz, en aquella ocasión quiso decirle cuatro cosas,
no tanto a propósito de la obra sino de Bobby Rupp, el muchacho que la había acompañado a
casa, héroe del baloncesto estudiantil.
Al señor Clutter le gustaba el chico y consideraba que para su edad -diecisiete años- era
digno de confianza y todo un caballero. Sin embargo, desde que tres años antes le había dado
permiso para salir con chicos, Nancy, bonita y admirada como era, no había salido con ningún
otro y aunque el señor Clutter aceptaba las costumbres modernas de los adolescentes de todo
el país que tenían un amigo fijo, «iban en serio» y usaban anillo, no las aprobaba, sobre todo
desde que, por casualidad, había sorprendido al chico Rupp y a su hija besándose. No hacía
mucho de eso y había aconsejado a Nancy que dejara de ver tanto a Bobby, tratando de
explicarle que era mejor distanciarse gradualmente de él ahora que romper bruscamente más
tarde, cosa que no podría menos que suceder pues la familia Rupp era católica y los Clutter
metodistas, razón suficiente para que las ilusiones que ambos podían tener de casarse algún
día no fueran más que eso, ilusiones. Nancy se había mostrado razonable -por lo menos no
discutió- y ahora, antes de darle las buenas noches, Clutter le hizo prometer que comenzaría a
distanciarse de Bobby.
El incidente retrasó mucho su hora de acostarse, cosa que solía hacer a las once. Como
consecuencia, eran más de las siete cuando se levantó el sábado 14 de noviembre de 1959. Su
mujer se quedaba en cama hasta más tarde, pero el señor Clutter cuando se afeitaba, se
duchaba y se ponía los pantalones de sarga, la chaqueta de cuero de los ganaderos y las botas
de montar no temía despertarla, pues no compartían la misma habitación. Hacía años quedormía solo en el dormitorio principal de la planta baja de la casa de madera y ladrillo, que
constaba de catorce habitaciones distribuidas en dos plantas. La señora Clutter, a pesar de que
guardaba su ropa en el armario de ese dormitorio y tenía sus pocos cosméticos y sus mil
medicamentos en el baño contiguo de azulejos y cristal, ocupaba siempre el cuarto que había
sido de Eveanna, que como el de Nancy y el de Kenyon estaba en la planta alta.
La casa había sido casi totalmente diseñada por el señor Clutter, que había demostrado
ser un arquitecto razonable y juicioso, aunque no muy imaginativo. Había sido construida en
1948 y había costado cuarenta mil dólares (actualmente su valor era de sesenta mil). Situada
al fondo de un largo camino asfaltado que corría entre dos hileras de olmos de China, aquella
hermosa casa blanca que se alzaba rodeada por un amplio y cuidado césped de Bermuda,
causaba la admiración de Holcomb; era la casa que la gente ponía como ejemplo. En el
interior, una serie de gruesas alfombras color malva interrumpían el brillo del suelo encerado
y silenciaban el crujido de la madera. En el salón había un inmenso diván modernista,
tapizado en una tela nudosa con filamentos plateados entretejidos, y, en un rincón, una barra
para el desayuno, forrada de plástico blanco y azul. Este era el tipo de cosas que gustaba al
matrimonio Clutter y que gustaba también a la mayoría de sus amistades, cuyas casas, por lo
general, estaban amuebladas de forma similar.
Aparte de una asistenta que venía los días laborables, los Clutter no tenían servicio y
por lo tanto, como la esposa estaba enferma y las dos hijas mayores ya no vivían allí, el señor
Clutter tuvo que aprender a cocinar y él y Nancy -Nancy más que él- preparaban las comidas.
Al señor Clutter le encantaba la tarea y era un cocinero excelente: en todo Kansas no había
una mujer que amasara pan mejor que él y sus pastelitos de coco eran lo primero que se
vendía en las fiestas de beneficencia. Pero no era comilón y, a diferencia de sus vecinos,
prefería un desayuno espartano. Aquella mañana, una manzana y un vaso de leche fueron
suficientes; como nunca tomaba té ni café empezaba la jornada sin nada caliente en el
estómago. La verdad es que era contrario a los estimulantes, por suaves que fueran. No
fumaba y, por supuesto, no bebía; nunca había probado el alcohol y tendía a evitar el trato con
quienes lo consumían, una circunstancia que no restringía tanto su círculo de amistades como
podría pensarse, ya que el núcleo de ese círculo estaba constituido por los integrantes de la
Primera Iglesia Metodista de Garden City, una congregación de unas mil setecientas personas,
casi todas tan abstemias como el señor Clutter podía desear. Y aunque se cuidaba de no
imponer sus opiniones y de adoptar, fuera de su casa, una actitud abierta y exenta de censuras,
la hacía respetar a rajatabla dentro de su familia y a los empleados de su granja.
-¿Usted bebe? -era la primera pregunta que hacía a cualquiera que llegara pidiendo
trabajo, y aunque el hombre respondiera negativamente, debía, con todo, firmar un contrato
de trabajo que contenía una cláusula que lo anulaba automáticamente si el empleado era
sorprendido «con alcohol en su poder». Un amigo suyo, uno de los primeros terratenientes del
lugar le había dicho una vez:
-No tienes compasión; lo juro, Herb, si un día encuentras a uno de tus hombres
bebiendo lo despedirás. Y no te importará que su familia se muera de hambre.
Quizás ése haya sido el único reproche que se le hizo al señor Clutter como patrono. Por
lo demás, era conocido por su ecuanimidad, su espíritu caritativo y el hecho de que pagaba
buenos sueldos y distribuía frecuentemente gratificaciones; los hombres que trabajaban para
él -que a veces eran hasta dieciocho- tenían pocos motivos para quejarse.
Después de beber la leche y ponerse una gorra forrada de piel, el señor Clutter salió
fuera, con una manzana en la mano, para ver cómo estaba la mañana. El tiempo era ideal para
comer manzanas: la más blanca de las luces bajaba del más puro de los cielos y un viento del
este hacía murmurar, sin desprenderlas, las hojas de los olmos de China. El otoño
compensaba a Kansas por todas las otras estaciones y los males que le imponían: el invierno. 

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⏰ Última actualización: Dec 04, 2022 ⏰

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A sangre fría (Truman Capote)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora