Capítulo 2. La enfermera

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Carmen se llevó las manos a la cabeza. Le dolía mucho y, para colmo, estaban bajos de personal. Después de enfermedades y pandemias, parecía que nadie quería ser enfermera ni médico y mucho menos auxiliar o celador. Por suerte, hoy llegaba un refuerzo. Esperaba que tuviera muchas ganas de trabajar, o irían otra vez «de culo».

—Buenos días —dijo una sonriente mujer rubia de edad indeterminada.

—Hola, ¿eres Marisol?

—Sí, estoy destinada aquí.

Carmen la miró. Al menos parecía simpática. Solo quería que fuera trabajadora. La directora del consultorio no estaba y le había pedido que le diera la bienvenida y le enseñara un poco todo, aunque no le correspondiese hacerlo.

—¿Eres enfermera? —dijo la nueva mientras se dirigían a los vestuarios.

—Según mi placa, eso parece —dijo sonriendo y señalando su pecho. La mujer soltó una risita.

—Tienes razón, es que estoy nerviosa.

—Perdona, soy Carmen, como has podido leer, enfermera en este centro desde hace tres años. La directora no ha podido darte la bienvenida. Así que, aquí estamos. Puedes cambiarte y te vas a recepción, Rita te enseñará lo que hay que hacer. ¿Has estado alguna vez en algún centro de salud?

—Sí, aunque la mayor parte del tiempo he estado en hospitales. Me hace mucha ilusión ayudar desde aquí.

Carmen se alegró y le dio la llave de su taquilla. Parecía que la mujer era agradable y, al salir, se dio cuenta de que su dolor de cabeza había desaparecido. Le tocaba pasar una de sus abarrotadas mañana, así que lo agradeció.

Entró en su consultorio, saludando a los pacientes que había en las sillas, a los que conocía casi todos, sobre todo a él. Cuando lo vio, se sonrojó. Luis González, un hombre tímido y grandullón que había tenido una mala caída con la bicicleta y venía a curarse los veinte puntos en la pantorrilla.

Estuvo nerviosa hasta que le tocó a él. Entró tímido en la consulta y ella le hizo sentarse en la camilla y levantar la pernera. La herida había cicatrizado bien, pero todavía era pronto para quitar los puntos.

Mientras echaba desinfectante con cuidado, notaba que la observaba. Levantó la vista y sonrió y él bajó la vista.

—Y ¿qué tal, Luis?, ¿preparando la Navidad?

—Bueno, una tienda de lámparas tampoco es que sea muy navideña —suspiró—, lo cierto es que, si no se arregla esto un poco, tendré que cerrar.

—Oh, vaya, lo siento mucho. ¿Y qué harías si cerrases?

—Mis padres tienen un hotel rural en un pueblo de Huesca, en el Pirineo. Tal vez me iré allí, seguro que trabajo no me faltaría.

—Vaya, sentiría que te fueras —dijo ella levantándose para lavarse las manos y sentarse en su escritorio.

El hombre se levantó y ella le dio una receta de la doctora para la pequeña infección que tenía. Se despidieron sin más y ella suspiró. Se levantó para llamar al siguiente paciente y vio que se había dejado el móvil.

Lo cogió y bajó al piso inferior, buscándolo. La nueva celadora se acercó a ella y ambas se asomaron a la calle. No se veía nada.

—Creo que se ha metido en esa tienda de lámparas de ahí enfrente —dijo la nueva celadora—, iría yo a devolvérselo, pero me está llamando Rita. Si quieres, luego subo a tu consulta y aviso a los pacientes.

—No, si el último no ha venido.

La celadora sonrió y se metió en la oficina. Carmen no sabía qué hacer, pero para un empresario, estar sin el teléfono era todo un problema.

Una Nueva Navidad (Los casos del Hada Madrina 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora