Canto III

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El libro cae a mis pies, emitiendo un chasquido sobre la nieve, pero mis pies están tan ocupados tratando de correr lo que más pueden sobre la nieve. Sé que las pisadas detrás de mí no son un eco de las mías ni fue el miedo quien me jugo una mala pasada. Hay alguien detrás de mí.

El miedo me amenaza con desviar las ordenes de mi cerebro, las piernas me tiemblan y las manos me sudan. El pecho se me convierte en un vacío que desecha cualquier latido de mi corazón. Las pisadas aumentan de intensidad en cuanto el bosque se vuelve más espeso y oscuro y por un instante las piernas me fallan y consiguen que el suelo sea quien ataje mi caída.

Ruedo por la nieve colina abajo, golpeándome con todas las ramas en el camino. Suelto un siseo cuando mi pecho choca con el tronco de un árbol y mi cabeza con una roca junto a él. No pierdo el tiempo escondiéndome en una cueva bajo la colina.

La cálida sangre que brota de mi frente me recorre el rostro hasta gotear de mi barbilla y el dolor en mi espalda casi ni me deja recobrar el aire. Mi abrigo esta hecho añicos así que el frio se me cuela directamente en los huesos. Las pisadas se detienen demasiado cerca, la lámpara cayó a unos pocos metros, dándome un poco de claridad.

Unas patas aparecen frente a mí. Están cubiertas por un fino pelaje gris o eso es lo que distinguen mis ojos empañados de lágrimas. Respiro despacio para que los jadeos no me delaten. Me abrazo las rodillas.

Las patas caminan hasta la lámpara y la olfatean, buscando cualquier rastro. Saca la lengua y parece saborear algo, para después caminar hasta frente a la cueva. No hace falta que haga nada más para advertirme que sabe que estoy aquí, sin escapatoria. La única salida él la tiene custodiada.

Asoma la cabeza, sonriendo. No podía creer que una sonrisa fuera evidente en un felino, pero no me cabe duda alguna de que lo está haciendo. Sus ojos alumbran un brillo perverso y tras dejar escapar un gruñido de entre sus colmillos siento que me está pidiendo que salga y es el miedo que me hace obedecerle.

Gateo hasta la salida, él se aparta para que pueda salir. Quedo sentada sobre mis rodillas. El lobo me observa y después, saca la lengua y la pasea por el corte en mi frente, llevándose la sangre en ella. La saborea un poco.

Por más que trato de que mis ojos se aparten de su rostro, me es inevitable. Al menos moriré viéndolo a los ojos, con honor como los personajes de los libros que he leído. A estas alturas, no se trata de un lobo cualquiera, de serlo no estaría mirándolo en este momento, pero daría lo que fuera por saber a qué leyenda pertenece este personaje y no sé si me da más miedo que pueda ser el de la leyenda de la Roja o de la que me cuentan mis padres en cada cena de navidad.

En un movimiento tan rápido que no logro esquivar, el lobo hunde su peluda cabeza en mi entrepierna, tirando de los restos del abrigo que me cubría hasta la rodilla y colando su hocico húmedo y frio hasta mis bragas. Lame con cuidado y la sensación que me recorre el vientre me deja desubicada y un poco sorprendida. Lo siento olfatear con fuerza y el momento es tan incómodo que me impulso hacia atrás obligando que su cabeza salga de allí.

Aprovecho que parece sumido en lo que sea que pase dentro de él y endurezco las rodillas para levantarme y correr. Lo hago sin mirar atrás, Sin conocer hacia donde voy. Solo obedezco a las demandas de mi instinto de supervivencia, pero la fantasía se me acaba demasiado pronto. Algo se me abalanza desde atrás, pero no son las patas de un lobo las que evitan que mi cabeza choque contra la fría nieve. Son dos brazos humanos.

Algo duro y cálido choca con mi espalda, tan cálido que me hace arder todo.

—Roja. —gruñe en mi odio.

La voz es rasposa, dura y salvaje. No es mi padre. Lucho por darme la vuelta, pero no me lo permite, en su lugar, una lengua me lame el cuello. La misma lengua rasposa anterior. Jadeo y me revuelvo, tratando de alejar cualquier maldición que me esté asechando.

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⏰ Última actualización: Dec 11, 2022 ⏰

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