El día de mi cumpleaños se fue tan rápido como llegó. Ya apenas queda pastel en la nevera y he respondido todos los mensajes de antiguos conocidos que me han dejado en Facebook. A algunos no los he visto desde la época en que hacía cosplay; por eso no deja de sorprenderme que se tomen el tiempo y la molestia para dejar sus felicitaciones en mi muro cuando no deben ni recordar quien es el chico con aires de Merlina Addams de la fotografía de perfil.
Eh, sí, lo sé.
Estoy evitando el tema.
No negaré que no he podido contenerme y he estado observando estos días el regalo de Arturo más de lo que me gustaría admitir. Cuando miro esa pequeña esfera pareciera que las promesas que alguna vez me hizo aún pudieran cumplirse, que quizás las cosas podrían volver a ser como eran antes, pero eso es imposible, tanto o más como que de un de repente me gusten sexualmente las chicas. Y no es que no le haya puesto ganas. Las mujeres siempre me han parecido bastante más agradables e inteligentes que los hombres, sin mencionar que con ellas me siento más a gusto y protegido, pero alguna reacción química se cocina en mi sistema límbico dando como producto que un cuerpo femenino me parezca estéril. Y con esto no quiero decir que me gusten todos los hombres que se me cruzan, esto alimentaría al ego heterosexual del cual estoy comprometido a desarmar, pero es mucho más probable que unos buenos pectorales cubiertos de vellos —a unos senos llanos o abultados— enciendan mi ahora desaforada llama juvenil.
En fin, ya me lie de nuevo.
Retomo.
Aunque el domo me ha tenido hipnotizado, no he podido juntar las fuerzas ni el valor necesario para abrir la carta. No mienten cuando nos dicen que las palabras pueden dañar más que los golpes, por más simples que puedan llegar a ser. En momentos como este extraño a mi hermana. Si ella estuviera en mi lugar enfrentaría el problema y no escondería el trasero en la almohada. Intento recordar su voz, alguna palabra de aliento para darme ánimo, pero creo que el paso del tiempo está velando su recuerdo.
*
El 9 de junio de 2006 marcó un antes y un después. El álbum familiar se cerró para nunca más abrirse. Aquel viernes parecía ser como cualquiera del otoño; la tarde estaba fría y el viento canturreaba sin ninguna particularidad. En casa me encontraba solo con Sara, la mujer que mis padres contrataron para que el torbellino llamado Ariel no destruyera todo a su paso, pues ellos trabajaban hasta entrada la noche y mi hermana tenía una jornada cuatro horas más extensa que la mía.
El autobús escolar, el mismo que me transportaba a mediodía, la traía todas las tardes a ella junto a un grupo de chicas que la veneraban como si se tratara de la mismísima reina de Inglaterra. Yo, devotamente, esperaba a Isabel junto al jardín de la casa. Corría por el pasto para hacer hora, cuidando de no pisar las caléndulas, Arturo se esmeraba mucho en cultivarlas y si algo las estropeaba no habría a otro a quien incriminar.
La última vez que vi a Isa le dije que tenía algo para ella, lo cual no era más que un dibujo de su serie favorita. Lo llevaba en mi mano, doblado como un pergamino que nunca logró ver.
Y nunca lo hará.
Desde el patio escuché el teléfono sonar. Sara guardó silencio y luego me pidió que entrara con voz autoritaria. Al verla su rostro sombrío me pareció esconder terror. Terror de que la incriminaran de un delito que ella no cometió ni tenía nada que ver.
Isabel falleció esa tarde, sin anuncios, sin decir adiós y con un montón de páginas de su diario por rellenar.
El autobús le dio a un camión que no respetó la señal de ceda el paso. Al parecer, Isabel fue la que recibió el impacto más fuerte matándola en el acto. La demás veintena de alumnos terminó con heridas de gravedad y uno que otro con apenas unos rasguños que podrían haber pasado por los recuerdos de un gato.
Cuando supe la noticia hubiera deseado quedarme en blanco, pero no: imaginé sus delicados y finos dedos destrozados, su melena hecha un lío de cabello y sangre, sus ojos verdes vaciando sus sueños, sus finos labios gritando de susto imaginando que horas más tarde podría llorar en la falda de papá.
El funeral fue dos días después del accidente. Como dije, muy pocos recuerdos guardo; mi mente se encargó de nublar cada mísero detalle en una neblina de color lavanda.
De lo único que estoy seguro es de que aquella tarde no solo sepultamos a Isabel; al cuerpo sin vida de mi hermana se le sumaron tres fantasmas.
Por razones obvias ninguno de nosotros volvió a ser el mismo.
Con el tiempo mi madre dejó la empresa de Arturo y la pintura. Su perspicaz mirada se quedó vacía y bajó tan drásticamente de peso que parecía una caléndula dejada a su suerte.
Arturo, en cambio, utilizó el trabajo como pretexto para lidiar con el dolor. Día a día parecía perderse en su oficina, bajo las montañas de manuscritos de autores que cuidaba como si fueran escritos propios. De pronto el silencio dio paso a susurros, los susurros pasaron a ser llantos y los llantos poco a poco se convirtieron en gritos. Las discusiones en casa no cesaron durante años, hasta que un día Arturo se fue para no volver.
Esos trecientos metros cuadrados eran demasiado para dos calaveras. La gigantesca casa que en sus días había sido el orgullo de la familia no era más que una herida abierta. Con mi madre tomamos nuestras maletas y nos marchamos. Como no teníamos a dónde ir, la mejor opción, por no decir la única, fue vivir en el viejo departamento de la abuela. La pobre estaba sola, vieja y necesitaba que alguien se hiciera cargo de su enfermedad. Qué mejor que dos humanos rotos.
Vivimos en su loft hasta que murió de cáncer. Mamá apenas pudo vendió la propiedad y compró un departamento acorde a nuestras necesidades: más pequeño, pero con una muy linda iluminación. Si soy sincero, quiero creer que lo práctico a Julieta no le interesaba en lo más mínimo. Para mí buscó la propiedad que le diera la esperanza de que ahí podíamos florecer de aquel imbatible invierno.
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Ahora puedes verme (versión explícita)
Romance¿Pueden las heridas del pasado ayudarnos a construir un futuro extraordinario? Esta es una nueva versión de la novela publicada en 2016 por Alfaguara Infantil y Juvenil. Escribí «Ahora puedes verme» con diecisiete años y con un corazón roto. Ahora...