La lluvia golpeteaba contra la ventana, creaba una rítmica y monótona sinfonía. Iluminando como un sol en medio de la noche, la anaranjada luz del poste, recortada por el cuadrado marco de la gruesa lámina de cristal, aterrizaba sobre Axel y Nicotina, cuyos desnudos cuerpos eran recorridos por las sombras de las gotas, arrastrándose en sus pieles como rápidas hormigas.
Axel estaba sobre Nicotina, sintiendo su lenta respiración, sus latidos, el dedo índice recorriendo la circunferencia de su pezón derecho, deteniéndose siempre sobre el pequeño lunar que invadía aquella zona que hacía poco menos de diez minutos no había dejado de besar, de lamer y succionar.
—¿En qué piensas? —le preguntó Nicotina, somnolienta, mientras se retorcía un poco.
No hubo respuesta.
En realidad, se llamaba Nika. Axel la llamaba Nicotina por las cajas de cigarro que compraba, por el sabor amargo que el alcaloide dejaba en sus labios. Ella no fumaba frente a él, Axel le había dicho que no soportaba el humo; detestaba el aroma pegándose a las paredes de su cuarto.
—¿Axel? —volvió a preguntar ella, levantando una mano perezosa y posándola sobre su cabello, acariciándoselo.
Axel respondió dándole un beso en medio de los senos y volvió a la tarea de admirar el derecho, pensando con una desesperada calma en lo mucho que se parecía al de Hannah.
Hannah. El nombre se volvió eco en su mente. ¿Cuánto tiempo había pasado? Tres años, acabó respondiéndose. Pero a él, aquella noche en el parque, donde ambos se quedaron abrazando mientras lloraban, le seguía pareciendo que apenas había ocurrido ayer.
De repente comenzó a recordar otras noches, muchas noches, algunas tardes y pocas mañanas, cuando, con el borroso reflejo del cielo atravesando la única ventana del alquilado cuarto, había estado sobre otras mujeres, o debajo de ellas.
Recordó a Karaoke. En realidad, se llamaba Dora. Le gustaba mucho cantar, tenía una voz hermosa que podía llegar a impensables notas agudas. Pero a Axel no le importaba las veces en las que ella cantaba sus canciones favoritas, cuando ella intentaba hacerlo bailar; recordaba aquellos escenarios bajo un nubarrón insondable. Lo único que recordaba con absoluta claridad de ella eran los lentes, lentes de marcos negros y lunas casi rectangulares si no fuese por los curvados bordes. No se los quitaba nunca, ni siquiera cuando tenían sexo. Axel sentía un extraño placer en el momento en el que se besaban y los marcos de sus anteojos chocaban contra los de ella. Era el mismo tipo de anteojos que Hannah llevaba; Axel se preguntó si los seguiría llevando.
—¿Hola? —Nicotina, luchando contra el sueño, despeinó los cabellos de Axel, o, más bien, los despeinó más de lo que ya estaban—. Tierra llamando a Axel. ¿Qué haces? ¿Piensas en un nuevo cuento?
Hongo, que en realidad se llamaba Mary y llevaba aquel extraño peinado de tazón, también escribía, aunque con mucha menos frecuencia. Escribía cuentos para niños y poemas sobre su gata. Luego del sexo, ella le quitaba la camisa a cuadros rojos y negros y se la ponía. A pesar que le quedara grande, se le veía bien. A veces se acurrucaba junto a él y otras escapaba de los dominios de la destendida cama, caminaba descalza hasta el estante, ojeaba los libros en él y luego extraía uno al azar. En esos momentos, Axel podía admirar sus piernas, hipnotizarse con sus muslos bañados por la luz del atardecer. Hongo volvía a la cama con el libro y ojeaba las páginas, deteniéndose en palabras que le llamaban la atención; Axel acariciaba sus piernas en ese momento. Suaves, ni muy gruesas y ni muy delgadas, casi perfectas porque no eran las de Hannah.
—Andas en la luna —murmuró Nicotina, removiéndose en la cama, cambiando de posición, colocándose sobre Axel. Las sombras de las gotas de agua recorriendo la arquitectura de su cuerpo—, baboso. —Tomó sus manos y se las llevó hacia las caderas, las hizo descender, despacio, hacia sus suaves glúteos.
Axel seguía recordando. En su memoria convergían la risa de Navidad, el llanto de Rota, los dedos de Ígnea, el ombligo de Gaia, el gusto por el azul de Cían.
—Tengo que irme —dijo Axel al fin, quitándose a Nika de encima y recogiendo sus ropas del suelo para vestirse.
—¿Qué? —preguntó ella, extrañada—. ¿Tan tarde? ¿Y a dónde?
Sin responder, Axel salió del cuarto, recorrió el pasillo oscuro lleno de otras puertas, descendió las escaleras, recogió su bicicleta encadenada y salió a la calle. La lluvia pegó la ropa a su cuerpo de inmediato, salpicó sobre su bicicleta. Axel se subió sobre ella y comenzó a pedalear.
Había viajado, conocía a mucha gente de distintas partes, tuvo experiencias tan variadas que no recordaba más que la conjunción de sensaciones que le dieron. Pero tres años no habían bastado, ni siquiera cuando, durante los dos últimos, había experimentado el placer con distintos cuerpos. Todos le recordaban a ella, todos tenían un aspecto que, juntos, le daban forma; desde el sonido de unos gemidos hasta el lunar en el seno de Nicotina. Intentando alejarse de su imagen, había acabado por darle forma a través de la fusión de otros cuerpos, de otros entes.
El claxon de un auto, gritándole de súbito, casi le hizo perder el equilibrio. Las calles se habían vuelto riachuelos traicioneros en donde uno podía resbalar si no iba con precaución.
Al llegar, se detuvo frente a la casa, agitado, el pecho subiendo y bajando con rapidez. Sentía su corazón latir tan rápido que, por unos momentos, pensó que saldría de su pecho en medio de una sangrienta explosión. Cuando llamó a la puerta, sintió que la fuerza se le iba de las piernas. Tragó saliva. La lluvia le había calado hasta los huesos.
Entonces, un pensamiento le hizo desear huir. Tres años. Muchas cosas podían haber y habrían pasado en todo ese tiempo. Ella pudo haber cambiado, lo más probable es que hubiese rehecho su vida. Él no tenía ningún derecho a volver a entrar en ella. Además, el haberse acostado con otras mujeres manchaba los sentimientos que le profesaba, destruía todas las promesas que le había hecho, cada una de las palabras que le dedicó, las caricias y los besos; ya no era digno de ella.
Se dio la vuelta, dispuesto a emprender la huida.
Y escuchó el click de la puerta, en medio del repiqueteo de la lluvia, al abrirse. Pero no volteó, al menos no lo hizo hasta escuchar su voz.
—¿Axel? —preguntó ella—. ¿Eres tú? ¿Qué... qué haces aquí?
Le diría todo, le diría lo inútil que había sido el paso del tiempo, lo inútil que habían sido otros cuerpos que, al final, solo le hacían recordarla aún más.
—Yo... yo...
Estaba temblando, las lágrimas se confundían con las gotas de lluvia que recorrían su rostro.
—Te vas a resfriar —le dijo, medio con ternura y medio en reproche, tomándole de la mano, refugiándolo bajo el marco de la puerta. Soltó una risa incrédula—. ¿Qué haces aquí, Axel?
—Yo...
Entonces Nicotina le dio un pellizco. Axel abrió los ojos. La lluvia seguía siendo detenida por la ventana, la luz anaranjada del poste se seguía colando por el marco.
—Te quedaste dormido —dijo Nicotina, risueña.
Axel, desorientado aún, volvió a ver el pezón derecho de Nika, el lunar invasor y hermoso. Entonces comenzó a besarlo. Nicotina le pasó ambas manos por los cabellos y, retorciéndose, le pidió entre gemidos que no se detuviera.