𝑽𝒊𝒏𝒐 𝑩á𝒓𝒃𝒂𝒓𝒐

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    El carro de Helios se había escondido tras las grandes montañas de Argos, dando paso a una profunda oscuridad en la rica ciudad de Micenas. Sólo una luz se podía apreciar en toda la urbe: el fuego ardiente de las antorchas que adornaban los aposentos reales, dónde frente a una roca de afilar se sentaba una mujer de rostro severo y moreno: la reina de Micenas, Clitemnestra.

    A nadie en toda la ciudad le extrañaba aquella luz, los rumores que las propias sirvientas del palacio habían propagado decían que la reina llevaba en vela desde que había vuelto de Aúlide hacía pocos días. Los hombres que pasaban cerca del palacio contaban que se escuchaban los gemidos y llantos que la mujer emitía, provocados por el dolor de haber perdido a su hija.

    Mas, hacía ya pocos días los mismos hombres anunciaron que ya no se escuchaban lamentos, sino el chirriante sonido de un arma siendo afilada; y las esclavas susurraban que Clitemnestra ya no era la esposa ideal que solía ser, convirtiéndose en una mujer de serio semblante y actitud desagradable con las personas de su al rededor. Ambas habladuras hicieron a todos concluir que la reina estaba empezando a enloquecer por la ida de su marido a la guerra y la muerte de su hija.

    Aún así, la única persona que sabía la verdad de todo aquello era la propia Clitemnestra. Ella sabía que no se había vuelto loca, al contrario, ella se sentía con más determinación que nunca. El rechinchar del hacha que se posaba en sus manos al ser afilada sobre la roca le hacía pensar en todos los horribles años que había pasado tras haber sido dada en matrimonio a Agamenón. Doce años de sufrimiento, desprecio y dolor, para una vez él volviera, ella misma ponerles fin de una vez. Pensar en como su infernal matrimonio acabaría por su propia mano le hacía sonreír, lo único que en mucho tiempo la había hecho sonreír.

    Mientras seguía con su tarea, escuchó el sonido de un fuerte golpeteo hacia la gigantesca puerta del palacio. Quién sea que estuviera golpeando, tendría que estar haciéndolo fuertemente para que se escuchara en su aislada habitación, lo que daba a entender que neceistaba entrar con urgencia.

    La mujer se levantó de su pequeño asiento, aún con el hacha en la mano. Posó el arma sobre la pared, encima del lecho matrimonial, dónde siempre había estado decorando la estancia como amenaza a los intentos de asaltadores. Después, ciñó su vestido, menguando su cintura a cambio de alzar su busto, y colocó sobre su azabache cabello la joyería dorada que le habían ofrecido el desgraciado día de su boda. Antes de salir de la estancia, tomó una ardiente antorcha para alumbrar los angostos pasillos del palacio de los Atridas.

    Nada más que sus seguros pasos se escuchaban en todo el lugar. Todos se encontraban en sus aposentos durmiendo, desde el cansino aedo que debía vigilarla hasta las sirvientas más desfavorecidas, todos menos la altanera hija de Leda. Pasando por el megarón, se acercó a comprobar que sus tres hijos restantes siguieran atrapados en los brazos de Morfeo a pesar de los golpes. Primero las tres niñas, de once, diez y tres años; su sobrina Hermíone y sus hijas, Crisótemis y Electra, todas en el gineceo; y, en una habitación separada, el único vástago varón de Agamenón y el más pequeño, Orestes. Clitemnestra no los miró con ternura como las madres debían mirar a sus retoños, sino con un cierto odio por lo tanto que se parecían a su progenitor.

    Al acabar de cruzar el megarón, se posó frente a la imponente puerta del pórtico, sellada firmemente con pestillos argentos. El joven portero la estaba esperando a uno de los costados de la entrada para abrirla, pero primero tenía que recibir la aprobación de la reina.

    Clitemnestra movió suavemente su cabeza de arriba a abajo, asintiendo a la duda no dicha del portero, que inició a empujar el gran pestillo. Clitemnestra notaba en su expresión fruncida que su fuerza no era la necesaria para moverlo y que le estaba costando demasiado. Ella sabía que podría moverlo sola sin ningún problema, había estado ganando fuerzas desde el parto de Orestes, pero prefería que el muchacho se adecuara a su profesión.

𝑽𝒊𝒏𝒐 𝑩á𝒓𝒃𝒂𝒓𝒐 - Barbaries 1/5 [One-Shot]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora