Plata y Oro

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Plata.

Cuando eran chiquitos, a Martín le decían Plata, antes de que se formara la ciudad de La Plata, cuando Buenos Aires era un cúmulo de calles sucias y ranchos hacinados. Viéndolo con la perspectiva del presente, le parece horrible que lo hubieran apodado sólo por el potencial de saqueo, más cuando eran sólo unos niños.

Pero en ese entonces, tenían otra mentalidad. Se acuerda de haberle preguntado a su mamá qué significaba y ella con cierta inocencia le señaló el mineral. En ese entonces, Martín y Manuel no eran amigos. Eran vecinos, demasiado chicos como para formar un lazo, separados por un cerco de montaña y cada uno en sus asuntos. Cuando vinieron los españoles, los encuentros y desencuentros se hicieron más frecuentes, pero se acuerda de algo puntual: le parecía que los reflejos del sol le daban tonalidades plateadas a sus ojos verdes y a su cabello claro. ¡Si hasta la piel nívea como el invierno tenía reflejos de plata! Cree que no se lo dijo nunca, porque sería raro, pero hasta el día de hoy tiene ese fragmento de recuerdo incrustado en lo más vivo de su memoria.

A veces, cuando discutían, Manuel se distraía pensando en minerales. Si igual Martín se enojaba, porque en ese momento manejaban diferentes lenguas y su vecino no se aprendía bien el mapudungún, así que se frustraba cuando el otro se le quedaba viendo con confusión, pensando en la plata y los ríos de agua dulce que componían una recién nacida Buenos Aires.

Lo que sí no recuerda es alguna pelea de esa época. Las tenían de sobra, pero eran tan intrascendentes que no tenían sentido. Después de todo, eran dos cabros chicos. Manuel lo admiraba, todo plateado, brillando a la luz del sol como la iridiscencia sobre los ríos dulces.

Hasta que las guerras comenzaron, por la tierra y por la libertad. Un día se tendían la mano, al otro se apuñalaban por la espalda. Esta época sí la recuerda bien, pero desearía no hacerlo. Incluso cuando todo estaba bien, la plata se había gastado como moneda usada y de alguna forma, perdió su valor.

Oro.

Han pasado tantas cosas en el medio que a Manuel sólo le queda aceptarlo. El tiempo no cura todas las heridas, pero las cicatrices a veces le indican a uno el camino a seguir. Martín estuvo ahí toda su vida, y lo está ahora como nunca.

Ya no es un pueblucho, ya no es un niño flaco de hambre y confusión como lo era él también, ya no es una fuente de recursos ni prosperidad. Ahora es un hombre, joven pero hombre al final, y Manuel descubre que todavía lo admira. Capaz que eso nunca cambió, sino que se vio borroneado por el enojo, la frustración y el dolor. Martín es una ciudad gigante, sobrepoblada de tráfico y cultura, de contextura grandota y ríos igual de dulces pero contaminados. Tiene tantas cicatrices como Manuel, quien no sabe definir su color propio, pero sabe que ha pasado por muchos matices. Pero sí sabe el de Martín, que dejó de ser plata sucia para convertirse en oro puro. Centellea en su pelo de verano, en sus ojos encandilantes, en su sonrisa amplia y preciosa. Ahora es dorado, piensa, y se siente como el avaricioso dragón que se sienta sobre el montón de fortuna, pero sentado en su cama viendo a su pareja dormir, brillando por sí solo cuando los rayos que atraviesan la persiana (rota, no mal cerrada) como si salieran de él hacia afuera y no al revés. Se acuerda de los cristales que uno compra para que al pegar la luz, la habitación estalle en colores. Se pregunta si ese será el color final de Martín. Tiene la corazonada de que sí.

Y se pregunta sobre sus propios colores. Se quiere explorar, pero no sabe bien por dónde empezar. No es un pensamiento que lo persiga, porque tiene el presentimiento de que Martín sabe perfectamente qué tonalidades tiene. Se recuesta de nuevo en la cama, pensando en que quizás no son colores, quizás Manuel es elemento, entonces así se complementan.

Se duerme pensando en que es un dragón y que Martín es puro oro.

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