De niña y hasta ahora, siempre tuve mala suerte. Y cuando digo mala suerte, es porque así es.
Todavía recuerdo al pasar de kínder a primero de Educación Básica, se encontraban todos los apoderados en el anfiteatro de la pequeña escuela X-71 de la provincia de Iquique. Todos expectantes por la finalización del año escolar, justo ese día Marianella Rojas, la mejor alumna y la más bonita de la sala de clases no asistió porque estaba con gripe. La tía Angélica desesperada, mira a todas las alumnas y al verme con el uniforme completo me toma de la mano sin dudar, ya que yo era la niña más robusta y grande del salón de clases, junto a mi compañero Francisco López, nos pasa el mástil sacándonos rápidamente al escenario. Y antes de salir al estrellato siento a lo lejos que exclama de la tía del salón:
— ¡Rebeca!... ¡No olvides sonreír!
He hice exactamente lo que ella me pidió. Tomé el mástil con las dos manos, subiendo apenas al pequeño escenario improvisado para la ocasión. Nerviosa por lo acontecido y sin haber ensayado cómo tenía que sostenerlo sentí un pequeño mareo en ese instante ya que todos en el lugar que tenían los ojos puestos en mí. Me pongo frente a mi sucesora de tan solo cuatro años de edad, aquella pequeña mi mira con ansiedad y felicidad, por mi parte lo único que me interesaba en ese momento era estabilizar el mástil de la bandera para que no se me cayera y al lograr estabilizarlo un una pequeña sonrisa de satisfacción, al instante mi madre da un grito escuchándose en todo el recinto:
— ¡¡¡Bravo!!! ¡Rebeca... ¡Esa es mi niña!
Por inercia miro hacia donde estaba mi madre, emocionada y tan sorprendida como yo por aquella situación, entonces sin pensar levanto la mano perdiendo el control del mástil de la bandera que tanto me costo maniobrar, cayendo en la cabeza a mi futura sucesora. Todos en la escuela gritan: ¡Ohhh! mientras yo miro asustada todo lo acontecido.
Trece años después me encuentro mirándome en el espejo del salón de la andrajosa casa donde habitamos con mi madre y dos de mis hermanas. Al momento pasa uno de mis tíos el menor y el más sarcástico, me mira por unos pequeños segundos y me dice.
— Rebeca, deja de mirarte al espejo te prometo que cuando cumplas dieciséis años vas a ser flaca.
Miro enojada, aquel muchacho de 17 años, sale corriendo para que no lo pegue.
La mayoría de mis vecinos se burlaban por mi desarrollo a temprana edad, por esa razón desistí de jugar por miedo a dejarlos con lumbago como en un tiempo atrás quedó mi vecino Carlos, por jugar al caballito de bronces, resignada, no me quedaba otra que mirar desde la ventana de mi casa cómo todos se divertían, rondándome muchas veces una lágrima por mi mejilla, hasta que una tarde de verano vi llegar a mi nuevo vecino que tenía por nombre Javier, fue ese momento el mas feliz de mis días opacos, era el niño adecuado para mí, de pelo castaño y brillante, ojos negros como las aceitunas y pecas en sus mejillas, le daban el matiz perfecto, al niño de mis sueños. Todas mis vecinas corrían a su encuentro para jugar con el, en cambio yo era feliz, tan solo con verlo cada día sentando al frente de mi casa comiendo pan con mermelada y un vaso de leche con chocolate. Con el tiempo me di cuenta que Marisela mi mejor amiga empezó un noviazgo con él, a pesar que ella sabia mis sentimientos, no le importo mi amistad y prefiero la de el. Mi madre enterada de lo que sentía por el vecinito del frente, esta constantemente mirando que estoy haciendo, entra a puntillas para que no me diera cuenta que esta atrás mio, mientras yo me encuentro con el rostro iluminado admirando su hermosura, a Javier no le importa si yo estaba, frente a él.
— iRebeca! Grita mi madre, doy un salto cerrando la ventana bruscamente.
Ella, la abre mirando como para percatarse de lo que ve es cierto, cierra los sacos de harina que teníamos por cortinas y me dice como si fuera pecado mirar a los vecinos:
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Mala Estrella
Short StoryRebeca de niña siempre tuvo mala suerte, de adolescente seguía con su mala suerte. Imaginen la suerte en su adultez.