La veraniega tarde transcurría tranquila, mientras la suave brisa vespertina corría por las calles levantando el polvo de la ciudad. Los oficinistas comenzaban a bajar de los altos edificios de oficinas, para comenzar el rutinario camino a casa.
Carolina como siempre en el último ajetreo de la tarde tratando de dejar adelantado algo para el siguiente día, sin darse cuenta de que ellos vivían en un permanente, repetitivo y feliz hoy, que hacía imposible la existencia de un mañana con nuevas posibilidades.
Esteban ya se encontraba sentado en la banca esquinera que se encontraba al pie del banco donde trabajaba su amada, como siempre dispuesto a esperarla porque cada minuto de espera valía la pena, cuando finalmente bajaba y se lanzaba a sus brazos y lo besaba con todo el amor que nacía de su ardiente corazón.
Ellos dos tomados de la mano iban caminando en dirección al Estero, con la Ría a sus espaldas y el sol cayendo de frente, la tarde tomaba ese mágico tono naranja que convertía en idílico su caminar. Cientos de cabezas subían y bajaban en ambas aceras de la avenida principal, pero el sentimiento que los envolvía los hacía crearse un universo paralelo en el que ellos eran los únicos caminantes.
Eran únicos porque iban en medio de los transeúntes caminando con la misma felicidad y optimismo de todos, pero nadie los veía. Existían sin existir, o mejor dicho existían para sí mismos, y dentro de sí mismos no podían escapar, estaban atrapados y sin salida en esta repetición diaria que exudaba todo el amor eterno que se habían jurado en otros tiempos.
Atravesaron el parque central franqueando la Columna de los Próceres, y ni el bullicio de los vendedores y predicadores, ni lo grotesco de ciertos personajes que a esa hora pululan por el sector los hizo salir de aquella burbuja onírica que los transportaba. Tomados de la mano el Universo entero, solo eran los dos.
Y el sol único testigo de su idilio, iba cayendo más y más detrás de la incipiente cordillera de bosque seco que va dibujando su silueta sobre las líneas que forman los frondosos mangles que se apilan en la ribera del Estero, y finalmente su caminar los llevo a su destino de eternidad.
La noche los acogía, mientras un mítico canoero del bien amado Estero los esperaba con su centenaria canoa pegado a la orilla a un lado del puente de la remembranza liberal, y se embarcaron en aquella canoa iluminada con un candil, en medio de la ya oscura noche.
En medio de aquel vaho salobre la pequeña embarcación impulsada por los brazos del cholo se fue internando en la oscuridad de las ramas de mangle que se iban abriendo para dejar pasar a la pareja y a aquel canoero descendiente de Don Goyo.
Los tres se hicieron uno con los cangrejos y las jaibas, porque la ruta hacia el hogar era inexorablemente, esa necesaria unidad con la naturaleza circundante de la ciudad que les daba su razón de ser, el Manglar les brindaba su savia y los cubría en la noche eterna de su fantasmal peregrinar por la ciudad.
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Espectros de ciudad - Faunos de manglar
RomanceUna idílica historia de amor citadino, dentro de un marco de realismo mágico