Desde entonces, Seis Bigotes...

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   La construcción de la vida terrestre, desde un punto de vista satelital, captado en vivo, hubiera sido
algo impresionante. Muchas han sido las investigaciones que se han embarcado para desencadenar los
secretos que se esconden más allá de la época mesozoica, más allá de la prehistoria.

Puede que el interés de todos aquellos que no se satisfacen con simplemente haber descubierto un veinte por ciento
de la historia terrícola están dispuestos a sacrificar mucho. El conocimiento es algo que no tiene límites,
y, sin embargo, la memoria humana sí. Se han encontrado formas a lo largo del tiempo de cultivar esa
insondable información, en papeleos y libros, primero; ahora en bytes y pantallas.

Hay una historia olvidada. Una que no alcanzó ese lugar en las profundas bibliotecas de Alejandría, no
tocó el fondo del interminable internet, miles de millones de años antes de que Mesopotamia, Egipto y
Grecia se hicieran los heraldos de la civilización. Mucho antes de que el hombre pudiera decir una
palabra siquiera; un gran proyectil rocoso penetró en la atmósfera de la Tierra. En la caída, el meteorito
surcó todo el Pacífico, cortando el viento en diagonal con una fuerza devastadora. Entre llamas impactó,
ahí donde la cuna de la raza humana, el imponente continente africano. Su estruendosa llegada hizo
retumbar ríos, bosques y montañas. La sabana entera sintió aquel augurio, y se acercaron animales,
gacelas y cebras, curiosos. La roca espacial se encontraba cubierta en una capa viscosa azulada. Allí
estuvo entonces, por dos semanas.
 
Emana frío por el día y calor por la noche, y estuvo dos semanas más. Cada vez más y más tiempo, no
había reacción alguna. Pasaron entonces milenios, decenas de ellos. Las lluvias hundieron el meteorito
en un profundo lago formado por el cráter que dejó su inesperada llegada. La tierra entonces sufrió
cambios con su estancia, el continente africano comenzó a separarse de los demás, hasta quedar al sur.
Fue poco después que comenzó a dar señales de viveza. Aquella materia azul viva se alimentaba de un
metal líquido, como el mercurio terrícola. Pero consumieron todo su contenido, tanto que no les quedó
más remedio que escapar por la supervivencia. Fueron buscando entonces más metales. La materia azul
fue moviéndose bajo el agua al unísono de sus células. Su gelatinoso cuerpo le permitía absorber parte
del oxígeno que había bajo el agua, usándolo para crear un ectoplasma grueso al rededor que impedía
que se disolviera. Pudo entonces tocar el borde del lago. Increíblemente, este organismo tiene un
altísimo nivel de adaptabilidad y desarrollo. Una vez fuera se puso en marcha. Absorbe plantas y rocas
allá por donde pasa, su manera de alimentarse hace que se agrande cada vez más y más su cuerpo,
activando sus capacidades metabólicas al máximo.

Aún no había descubierto la manera de adquirir un cuerpo grueso y eficiente, no hacía más que crecer.
Pero alrededor de diez años encontró la solución una vez adquirió un sistema neuronal complejo y
avanzado. Las hienas, salvajes y grupales, emboscadas por la gran masa azul. Pero solo una de ellas
hacía falta, las demás fueron asimiladas. Y comenzó la espera. Pasaron muchos años entonces,
tormentas y eclipses, hasta que alcanzó una evolución completa. Y entonces creció, allí, una nueva criatura, más oscura que la noche, rápida como un rayo, astuta como un zorro, capaz como un humano.
Su aura fría desata un poder magnánimo. Una pantera, una pantera negra había evolucionado allí.

-Dominaremos este mundo, para compensar el nuestro, que fue destruido- dijo-. Pero no encuentro un
nombre para esta nueva especie.
Y vagó entonces la inmortal criatura, por las tierras durante siglos, conociendo su poder y fuerza.

Alimentándose de los seres más fuertes, evolucionado. Su forma de pantera lo hacía ágil y su oscuridad
invisible en la noche. Pero hubo un día en el que conoció a los seres humanos. En extensos oasis y
sábanas vivían seres más avanzados de lo normal. Curioso se acercó. Observó durante semanas el
desarrollo de ellos y no parecía ser muy amplio. Vivían en manada y en casas echas de estiércol y cuevas.

Tenían rutinarias tareas y costumbres, un potencial neuronal deficiente y pobre que necesitaba ser
explotado. Entonces un buen día decidió aparecer ante ellos.

-Ahora inclínense, seres inferiores- ordenó-. Yo seré su nuevo dios.

Los humanos no entendieron sus palabras hasta que la conciencia de la criatura les llegó a sus
corazones. Y así fue su voluntad, puesto que aquellos subdesarrollados indígenas vieron en la bestia
parlante la gran luz del sol deslumbrar su pelaje nocturno y su imponente sombra oscurecía las casas.
¡Una divinidad!
La adoración fue inmediata. El felino alienígena se apoderó de la raza, vagó junto con ella liderándola a
las puestas de sol. Forzándolos a adorarla. Creando tabúes y altares, hacían ofrendas a su dios fielmente.
Abandonaron toda religión solo por entregarles todo. Dándole todo tipo de comida, y aquella que no era
de su agrado era un mal augurio, pues desataba caos o destruía cosechas de la furia. Sacrificaban
humanos y él se alimentaba de ellos para que sus capacidades metabólicas aumentaran periódicamente,
y entonces expandieron su religión a más y más tribus.

Llegaron cerca del Nilo. Toda su extensión era magnánima para el desarrollo, y una tribu aún más
avanzada y extensa. Llegó e impuso, pero no pudo. La tribu Niliana era inquebrantable de espíritu. El
extraterrestre pudo apreciar que poseen una complexión física distinta y tecnología de caza y
recolección más avanzada. También sabían domesticar dromedarios, ¿cómo era posible?

Nadie se le escapa, deseaba el poder de avanzar más rápido del planeta y debía asimilarla. Entonces el
rechazo de la tribu Niliana se volvió fuerte, ya tenían a sus dioses del sol, del agua y de la muerte, no
querían otro más.

Enfurecido, desató una guerra. Se enfrentaron muchas veces y participaron en muchos pillajes y
cacerías humanas. Pero la bestia terminó superándolos en número, a pesar de sus altas tecnologías, los
sometió y esclavizó. E incluso después quedó sorprendido por el avance que logró.

¿Cómo nacen tan
fuertes y viven tan bien? Entre sus súbditos los vio repartiéndose un líquido que no estaba entre sus
ofrendas, que insolentes, ¿cómo se atreven a no darme todas sus pertenencias? ¿Será ese acaso lo que
hace que ellos tengan un alto desarrollo?

¿Es éste el tesoro que defendían con tanto esmero? Entonces
lo pidió, quiso forzarlos a extraer ese pálido y espeso líquido blanco de los dromedarios domesticados.

   Lo codiciaba, lo deseaba, necesitaba ese poder, ese desarrollo. Y se lo sirvieron, en un cuenco de
cerámica fino y bien formado: su plato de ofrendas. Aquella tarde encima de la roca calentada por el sol,
como ritual le ofrecieron la bebida. Y el felino se agachó... inclinando su cabeza para beber. Suavemente
su lengua se deslizó por la superficie, la sumergió enroscando en el fondo y sacando delicadamente un
poco para que no se vierta, así continuó por minutos mientras sus súbditos esperaban a que disfrutara
de su refrigerio para darles una merecida recompensa.

Estuvo satisfecho, no dejó nada en el plato. Y pasaron entonces unos días más. Disfrutaba de la bebida,
de aquel líquido divino que a sus patas postraban todos los días. Era una adicción. Bebía y bebía, se
perdía en el fondo de eso. Comenzó entonces a tener tendencias raras. Ya no prestaba atención a sus
súbditos. Se iba por las noches y regresaba por las mañanas a seguir bebiendo. Su cuerpo iba
disminuyendo, su tamaño cada vez era menor. Cazaba, pero no por necesidad, si no por instinto.

Ronronea y da vueltas sobre la roca donde generalmente solía dormir. Hasta que desapareció. Al
parecer el líquido, el agua blanca de la ofrenda traía una materia orgánica impecable que interfirió
negativamente en el proceso metabólico de una raza alienígena en la tierra. Era demasiado poderoso,
tanto que le hizo perder el propósito y el juicio.

Los humanos siguieron adorando, sin embargo, a su figura felina. Hacían ofrendas sin cesar todos los
días en aquella roca, enrojecida por el sol. Hasta que un día volvió una sombra imponente nuevamente,
que se postro en la aldea. El sol del atardecer ardía al este. Esta vez no amenazó, no era tan grande,
pero los humanos la reconocieron, y fueron a alabar su regreso. Le preguntaron, en su idioma, ¿qué
destino les amparaba entonces, oh, gran dios? ¿cuál era su divina voluntad? Su contestación fue simple
entonces, abrió su escuálido hocico mostrando sus delgados y brillantes colmillos, agitó su grácil cola de
un lado a otro e hizo un sonido meloso e inexplicable:

-Miaaau

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