Prólogo

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Eran las 21:00 de la noche y tocaba acostar a las niñas. 

Mia obedecía directamente pero Luna siempre ponía pegas. Se acomodaba a propósito en el sofá y buscaba cualquier excusa para no irse a dormir. 

¿Me traes un vaso de agua?- Me pidió esta vez.

Solía recurrir a estrategias más intensas. Una de ellas, por ejemplo, era esconderme el mando de la televisión. La muy lista aprovechaba que nuestra televisión no tenía botón de apagado y disfrutaba de sus dibujos animados hasta que yo lograba encontrar el dichoso mando. 

No -respondí- Apaga la tele y tira a dormir. 

Pero tengo sed…

Luego te dan ganas de ir al baño por la noche. 

Si me muero de sed no tengo por qué ir al baño. 

Me estaba incordiando. Otra de sus estrategias era alargar la conversación todo lo que pudiese mientras veía de reojo la serie esa de unicornios que tanto le gustaba. 

Respiré hondo. En la gran mayoría de libros relacionados con la crianza de hijos y la relación paterno filial que había leído se recomendaba un poco de mala leche y era eso precisamente lo que me faltaba así que era muy difícil la situación. Decidí optar, pues, por el camino “psicológico”. 

Luna, cariño, ¿por qué quieres seguir viendo la tele?

Se encogió de hombros. 

 Porque me gusta. 

¿Y no crees que lo puedes dejar para mañana?

Sip… pero ahora tengo ganas de ver la serie. 

Mañana seguro que también tienes ganas. 

Mia bostezaba a mi lado. A este paso se me dormía en el suelo por segunda vez (la primera fue también intentando convencer a su hermana de que dejara la tele). 

Yo siempre tengo ganas pero ahora es el momento ideal.

Luna, apaga la tele. No te lo digo más.

Se puso de pie en el sofá, indignada. 

 ¡Pero es que me has pillado en un buen momento de la serie!

Mi paciencia disminuía a ritmos bestiales. 

Tú a mí me estás pillando en un buen momento para cabrearme.

Pero te estás cabreando tú solo. 

Apaga la tele.  

1.

2…

En ese momento Luna resopló y me hizo caso. Le daba mucho miedo saber qué podría pasar si llegaba al número 3.

Luna y Mia dormían en una litera. La más traviesa abajo porque se movía mucho en sueños y podía caerse. La más tranquila arriba porque creía que así los monstruos no podrían cogerle. “Mejor no le digo que hay monstruos de 1,80 incluso de hasta 2 metros”, pensé. 

Esa noche particularmente estaba muy cansado y estaba intentando evitar lo que preveía.

Papi…- dijo Mia 

… ¿Nos lees un cuento? - continuó Luna. 

Estoy muy cansado. Mañana, ¿vale?

¿Y no puede ser hoy? 

Es que tengo mucho sueño, Luna. Si supieras cuánto sueño tengo encima te dormirías al instante. 

Bueno pero tú sigues despierto porque eres un papi fuerte.  

Y porque eres tan fuerte que puedes leernos un cuento -apuntó Mia. 

Cuando se compinchaban ya no podía hacer nada. 

Vaaaale…

Me acerqué a la estantería, viendo cuál libro era el más corto. 

Uno tuyo- pidió Luna. 

Me volví. 

¿Qué?

Ella parpadeó igual de intrigada que yo. 

Que nos leas un libro tuyo. 

El silencio cada vez era mayor. Algo no estaba bien.

Papá, ¿estás bien?- preguntó Mia. 

Apoyé una mano en la pared, estaba mareado. 

Yo no he escrito ningún libro. 

¿Cómo que no?- exclamó Luna. Se levantó de la cama, se acercó a mí y con sus manitas de niña de 10 años agarró un libro al azar-  Mira.

Me enseñó una novela titulada “La Tristeza del Diablo” y abajo se podía leer claramente mi nombre. 

No me acordaba de nada relacionado con ese libro. 

Pues sí que estás cansado…- murmuró Luna. 

Seguía atónito con aquella estantería llena de historias con mi nombre. Me forzaba a recordar pero…  nada. En mi cabeza nada de eso había pasado.  

Hay uno que nunca nos has leído-comentó Mia a mis espaldas- El de color negro a tu izquierda. 

Fui directo a por ese con la esperanza de que pudiera acordarme de alguna historia. 

¡Papá, espera! -Luna me agarró de la manga de la camisa- Nos dijiste que ese libro no se podía abrir.

Mis labios temblaban como una representación del terremoto interno que mi cuerpo experimentaba. ¿Estaba olvidando o acaso estaba recordando?

Hice caso omiso a su advertencia y abrí el libro. Sólo había páginas en blanco. Cuando lo cerré, me di cuenta de que todo mi alrededor se había convertido en una página en blanco. 

Mia y yo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora