1: El primer encuentro.

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Me encontraba en la iglesia, como todos los domingos. Mi madre insistía en que no me perdiera la misa, aunque a veces quisiera dormir un poco más. Ese día el sol brillaba con intensidad, colándose por los vitrales de colores que llenaban de vida el antiguo edificio. Recuerdo que estaba sentada en la tercera fila, escuchando atentamente al sacerdote, cuando de pronto, un hombre entró al recinto y capturó mi atención.

Era alto, de piel oscura y una presencia que llenaba el lugar con solo estar ahí. Sus ojos brillaban con una mezcla de curiosidad y serenidad que me dejó sin aliento. No era común ver a un extranjero en nuestra iglesia, especialmente a alguien como él. Me sentí algo avergonzada al darme cuenta de que lo estaba observando con demasiada intensidad, así que bajé la mirada y me concentré en la homilía.

Cuando terminó la misa, me dirigí al patio trasero de la iglesia para ayudar en la colecta de alimentos para los más necesitados, algo que hacía cada semana. Mientras organizaba las donaciones, sentí una presencia a mis espaldas. Me giré y ahí estaba él, el hombre que había visto antes.

—Disculpa, ¿puedo ayudarte en algo? —pregunté, tratando de sonar más segura de lo que me sentía.

—Hola, me llamo Hasen. Vine a esta iglesia por primera vez y quería saber más sobre la comunidad —respondió con una sonrisa cálida.

Su acento era diferente, un poco exótico, y aunque su español era bueno, se notaba que no era su lengua materna. Le devolví la sonrisa, tratando de disimular mi nerviosismo.

—Soy Artemisa. Bueno, yo... puedo mostrarte un poco del lugar si quieres —ofrecí, sorprendiéndome a mí misma por la iniciativa.

Mientras recorríamos el patio y le explicaba las distintas actividades que realizábamos, descubrí que Hasen había llegado recientemente a la ciudad por motivos de trabajo. Era ingeniero y estaba involucrado en un proyecto de desarrollo en una de las comunidades rurales cercanas. Hablamos sobre su vida en Ghana, su país de origen, y sobre las diferencias culturales que había notado desde que llegó.

Nunca había conocido a alguien tan diferente, y al mismo tiempo, tan fascinante. Había algo en su manera de hablar, en su forma de ver el mundo, que me cautivaba. Cuando nos despedimos, intercambiamos números de teléfono con la promesa de mantenernos en contacto.

Esa misma noche, mientras cenaba con mi familia, no pude evitar pensar en Hasen. Intenté disimular mi distracción, pero mis hermanos, Abraham y Adrian, eran demasiado perceptivos.

—¿Qué pasa contigo, Artemisa? Pareces en otro mundo —bromeó Adrian, dándome un leve empujón en el brazo.

—Sí, seguro estás pensando en algún galán de la iglesia —añadió Abraham con una sonrisa pícara.

—¡Dejen de molestar! —respondí, fingiendo estar ofendida, aunque en realidad se acercaban bastante a la verdad.

Mi padre, que hasta ese momento había estado concentrado en su plato, levantó la vista y me observó con ese aire severo que tanto temía.

—Espero que no estés pensando en andar con cualquiera, Artemisa. Ya sabes que quiero lo mejor para ti —dijo, dejando claro que no aprobaba a cualquier pretendiente que no fuera de su agrado.

Bajé la mirada, sin atreverme a responderle. Desde que tenía memoria, mi padre siempre había sido estricto, especialmente en lo que respecta a mis relaciones. Él quería que me casara con alguien que compartiera no solo nuestra fe, sino también nuestros valores y, si era posible, nuestro linaje. Pero yo no podía dejar de pensar en Hasen, en su risa cálida y su mirada llena de promesas.

No sabía entonces que esa atracción inicial se convertiría en un amor que pondría a prueba todo lo que conocía, enfrentándome no solo a mi familia, sino también a mis propios prejuicios y temores.






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Amarlo a escondidas. (Corazones rotos: 0.5). Donde viven las historias. Descúbrelo ahora