INFIELES A LA SOLEDAD

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Aquellos amantes de la soledad construyeron un juego peligroso que les haría perdedores. Ellos dos eran paliativos al dolor que se causaban. Oscilaban entre el odio y el amor, buscando obsesivamente el doloroso placer que los conectara con la muerte, para sentirse vivos. Hacer el amor con ella era especial debido al sufrimiento reciproco que los unía, sintiéndose tan cercanos, pero sabiendo que eran simples cortinas de humo que engañaban los sentidos. Sabían que era así, porque al despedirse, luego de estar juntos, lo único que les daba la certeza de aquella realidad era el aroma que dejaba el apasionado encuentro, el aroma de la fricción de sus pieles, de sus acezantes alientos, de su saliva y el dolor de los besos agonizantes.

Podían estar lejos y sentirse cerca, pero cuando estaban cerca se sentían lejanos. No se miraban a los ojos evitando mostrarse inermes, era una guerra sin tregua, aun dejándose llevar por las pasiones nunca mostraban debilidad. Cuando caminaban errantes por las calles parecían amigos, una cualidad sobresaliente, amigos que reían, hablaban, discutían, pero cuando la pasión los atacaba en un frenesí inexplicable, solo bastaba con callar en seguida y mirarse fijamente, con el propósito de decirse sin palabras que una nueva batalla, de esa guerra no declarada, tendría que empezar.

Pero ellos sabían que estaban siendo infieles a su amada soledad, aquella que era inherente a sus almas. Solo los unía la pasión de sus besos que, con frecuencia, cobraban vida fundiendo sus labios en un magma de exhalaciones alteradas, y que los hacia olvidar el placer de estar solos.

Todo era simple, hasta aquel momento en el que él levantó la vista al frente, mientras sus bocas jugaban cruelmente a devorarse, y allí estaba ella, sus ojos cerrados, sus cejas oscuras, sus pestañas largas y su respiración agitada. Eran simples imágenes difusas que jugaban como fantasmas traviesos. Él hubiera deseado que sus ojos no se hubiesen abierto curiosamente para escudriñar aquella figura, y menos que los ojos de ella se abrieran con esa exquisita y agonizante parsimonia para que al final se encontraran y se reconocieran. Tan real y perfecta era ella, un ectoplasma que se iba materializando en carne y hueso, en cabello y piel, en mujer perfecta, en la asesina de sus sentidos.


Bastó muy poco para que el existencialismo ganara la batalla y derrumbara el castillo de naipes que el corazón traicionero había construido. Prefirieron alejarse indefinidamente y volver a sus soledades egoístas. Porque mucho antes de conocerse, cada uno había encontrado el amor del abandono, y habían comprendido que aquella soledad melancólica los hacía sentirse en casa.

Mucho tiempo estuvo él caminando esas calles tramposas que lo emboscaban en recuerdos y sensaciones apasionadas. Se sentía traicionando su naturaleza nostálgica, pues ya no sentía el deseo de besar más a aquella soledad que tanto amó. Solo quería encontrar los labios de la mujer que le había robado la felicidad del encierro. Porque fue ella quien se atrevió a tenderle la mano para sacarlo del pozo del aislamiento, y traerlo a un mundo en donde él podía sonreír para alguien más.

A ella el espejo le engañaba a menudo, pues al mirarse veía a una desconocida a la que prefería ignorar. Porque ella dejó de reconocerse al estar sola, pues ahora hacía falta la figura de aquel amante a quien había dejado atrás en el camino.

Juntos se buscaban inevitablemente en el lago de las reminiscencias, nuevamente armándose con el corazón orgulloso y siendo incapaces de aceptar que ya no querían compartir con la soledad, querían lanzarla lejos de sus vidas y encontrarse nuevamente en el campo de batalla, una vez más y para siempre.

Sería la soledad misma la que se encargase de enseñarles a ellos, que se necesitaban recíprocamente para encontrar la felicidad, y que no era necesario deshacerse de ella porque aquel triángulo amoroso podía ser más fuerte si ellos compartían sus soledades.

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