La metástasis

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El pianista cedió el sitio de su lado izquierdo al pasajero del avión, puesto él —el pianista— en el flanco que daba a la ventana. Cruzaron miradas; el pianista sonrió en muestra de respeto; el pasajero lo miraba con indiferencia e incluso con repugnancia; el pianista se volvió incómodamente sonrojado de nuevo sobre las partituras que sostenía en sus manos tras haber cedido el sitio al pasajero, se sintió ridículo.

Él vestía una elegante trenca de color ébano, unos pantalones de su mismo color y unos zapatos de vestir, portando en su hocico unas delicadas y ostentosas gafas de metal con las que miraba de reojo al pasajero; el cual llevaba una vestimenta campestre que recalcaba su voluminoso vientre. El pasajero daba asco con esa mirada conforme y esa piel sebosa, por no mencionar el hedor que sus poros arrojaban a las fosas nasales del pianista.

El pianista pasaba el trayecto analizando sus partituras, y de cuando en cuando le gustaba contemplar por la ventanilla el bello paisaje que tanto le apaciguaba. En ocasiones miraba discreto al pasajero y atendía a su comportamiento gandul. El pasajero pasó la mayor parte del trayecto dormido, y entre sus instantes de sopor agitaba enervado la cabeza vigilando a su periferia. Observaba a todos menos al pianista, quien parecía ser el único que a su vez fijaba su atención en el pasajero.

Pasaron horas y el artista perdía en crescendo su sumisión en aquellas partituras, pero no por la falta de importancia que estas tenían —pues por alguna extraña razón eran realmente imprescindibles para el pianista—, sino por una causa externa. La hediondez era insufrible, tanto que resultaba impensable concentrarse en cualquier cosa que no fuese aquel asqueroso tufo que el hombre de al lado desprendía. El pianista lo miraba mientras descansaba, y por alguna extraña razón le aterró la idea de que pudiese despertar; al menos así no debía fingir seriedad en su rostro para evadir la expresión de náuseas que tanto se le aclamaba. ¿Es que nadie más se percataba de la peste que aquel cerdo desprendía? Sea como fuese, el pianista sintió un gran impulso de levantarse y acomodarse en otro asiento. No obstante, le era imposible salir ya que el cuerpo adormecido del pasajero bloqueaba su única escapatoria, y puesto que el pianista era un hombre amable y respetuoso le hubiera dado pena —sí, aun sufriendo aquel penetrante olor digno del rebaño porcino— despertar a aquella masa grasienta y purulenta. No tuvo más remedio que permanecer en el sitio hasta llegar a su destino.

Pasaron más horas. ¡Oh, cuánta repugnancia sentía el pianista, el refinado e inocente pianista, al no poder ya disfrutar ni de sus partituras ni del majestuoso paisaje que lo circundaba! El pasajero, aún dormido, parecía acorralar al pianista empequeñeciendo su espacio contra la ventana. Esto ocurría muy, muy poco a poco —aunque quizás el aumento de la sensación temporal hubiera sido provocado en el pianista a causa del terrible hedor.

Pasaron horas, días, meses, años. Cuando al fin el pasajero atravesó con su inconciente movimiento arrinconador la primera línea de la estructura del asiento, el pianista se dio cuenta de que lo estaba dejando sin espacio. ¿Cuál sería su fatídico final? Miraba por la ventana y ya no veía el hermoso paisaje que antes le calmaba; sólo había un desierto y —quizás por algún tipo de alucinación del artista por el exagerado y creciente aroma— nubes rojas, que parecían evaporarse hasta alcanzar los confines del universo. Era inaguantable, y de la mente del pianista comenzaron a surgir armonías dodecafónicas dignas de Schoenberg o el mismísimo Alban Berg; representaciones utópicas romantizaban la catástrofe.

Pasaron horas, días, meses, años, lustros. Las líneas del asiento iban menguando y el pianista continuaba cediendo el espacio. ¡Qué amabilidad tan absurda! Ya no parecía afectarle aquel olor, se acostumbró a él como el Populus Alba a su abigarrado terreno. ¿Cuál sería su escapatoria si no disfrutar de semejante desgracia? Su rostro envejecía y todo allí afuera parecía pasar muy despacio.

Pasaron horas, días, meses, años, lustros, décadas. Ya sólo quedaba una línea, todo era cuestión de segundos. Su canoso cabello tapaba su rostro y sus tupidos huesos parecían los de un cadáver tras su descomposición. Ya simplemente no quedaba tiempo, no había salvación. «La amabilidad me ha costado la vida» pensó el pianista.

Al fin la bestia despertó.

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