única parte

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Si había algo que Pablo amara, eran las costumbres y rutinas. El cordobés hallaba altos niveles de satisfacción en saber constantemente qué iba a hacer cada día, dejando poco espacio libre para las sorpresas que tanto aborrece.

En las últimas semanas había adquirido una nueva, que era tomar su café de la tardecita en el mismo lugar todos los martes y jueves. Le gustaría hacerlo todos los días, pero la vida de pintor no estaba siendo la óptima.
Pablo es una persona de mucha paz, pero incluso las más tranquilas necesitan desconectar. Aprovechaba esas dos horas de su semana para sentarse en una esquina al lado de la ventana, y con los típicos sonidos de cafetería de fondo ideaba ideas nuevas para sus pinturas o exhibiciones.
Aunque al principio su usual presencia en el local era puramente por el trabajo y la paz, al notar a otra persona que parecía compartir la misma parte de su rutina, las ganas de ir aumentaron. Un hombre que a la vista tenía su misma edad, o cercana, alto y de pelo practicamente negro.
Mientras Aimar se sentaba en su lugar de siempre, con su cuaderno de bocetos y un lápiz para dejar fluir su imaginación, el desconocido se ubicaba en la mesa frente a él, quedando cara a cara. El cordobés no evitó notar, en todas las oportunidades que lo observó, lo inmerso que se veía en lo que hacía, escribiendo en su computadora sin parar tan atentamente que varias veces se olvidaba de tomar su café.

Ese martes no fue distinto a ningún otro. Pablo llegó y ocupó su lugar, le tomaron la orden e igual que siempre pidió, “un café, en la taza más grande que tengas”. Esperando abrió su cuaderno para comenzar a bocetar una idea que traía en su cabeza desde horas atrás, y al cabo de unos pocos minutos el mozo volvió con su pedido al mismo tiempo que el anónimo entraba al local.
Impulsivamente el cordobés dibujó al susodicho, capturando a la perfección el semblante atento que no despegaba los ojos de la pantalla.
Aimar solía ser el primero de los dos en abandonar el lugar, esa vez fue diferente. El alto se levantó de su silla, caminó hasta el mostrador para lo que supuso era pagar y se marchó. Momentos después el mozo se acercó con una porción de brownie con helado, “disculpa maestro, yo no lo pedí”, dijo Pablo señalando el postre.

“No no, el tipo que estaba sentado ahí se lo mandó”, el mesero le respondió, señalando la mesa de donde acababa de levantarse el pelinegro.

El cordobés se quedó sin palabras, boquiabierto mirando el brownie, ¿qué hacía el otro mandandole brownie?. No se lo cuestionó por mucho tiempo antes de comerlo, la mafalda que se había comido junto con su café no lo llenó. Tendría que devolverle el favor la próxima vez que lo vea.

Esa noche Pablo decidió pasar el boceto a lápiz del desconocido al óleo. Preparó un lienzo de unos setenta por cuarenta en su tan usado atril, en su paleta de madera volcó tonos verdes y azules. Habiendo memorizado el dibujo que realizó aquella tarde de tanto mirarlo, poco necesitó ojearlo para guiarse.
Creó uno de sus cuadros más fascinantes, una explosión de colores fríos y sombras en los lugares justos. Sobre la tela se podía observar al desconocido tal como Pablo podía verlo, su computadora abierta frente a él, con una mano sobre el mouse y la otra llevando la taza de café a sus labios, cejas fruncidas y una mirada dedicada en sus ojos. En el fondo siluetas de personas que también ocupaban sus lugares en el local. Cuando el cordobés sintió que había finalizado su maravillosa obra la firmó en óleo blanco en la esquina derecha alta junto con el año. Se alejó pasos hacia atrás para poder observar la pintura de mejor manera con esos ojos críticos que muchas veces fueron culpables de que sus trabajos nunca vean la luz del día.

Sonrió a sí mismo, porque por primera vez en semanas estaba contento con el resultado de su arte. Dubitó sobre qué hacer con la obra frente a él, era muy buena y supo ni bien dio la última pincelada que podría venderla por mucho dinero, pero por otro lado sentía la necesidad de que la inspiración la vea, después de todo parte se la debía a él. Pablo decidió que era una decisión que tomaría luego, ya que al verse al espejo vio lo manchada de pintura que había quedado su remera blanca, estaba tan emocionado por comenzar a pintar que no se había percatado de la falta de su delantal en su cuerpo. Al terminar de bañarse miró su reloj de pared luego de horas y horas de disociación, eran las tres de la mañana, pasó alrededor de siete horas retratando a aquel hombre y lo exhausto se le notaba en la cara.

en lienzo y óleo | aimar x scaloni osDonde viven las historias. Descúbrelo ahora