Rabi, la forástera

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   Entre los árboles y la neblina, en la inmensidad de una montaña, existía una aldea muy pequeña. Era tan diminuta que sus habitantes tomaban minutos para saludarse unos a otros antes de llegar a sus puestos de trabajo. Se saludaban entre sí con gran alegría dando la bienvenida a un nuevo día, se frotaban las manos y comenzaban a laborar.

   Unos cosechaban las frutas y verduras a las laderas de la montaña, otros bajaban a las faldas cazando la cena para sus familias. Algunos se dedicaban a brindar cobija y amor a los niños, abrigándolos con los intrincados abrigos que tomaban prestados de los rebaños a la entrada de la aldea. Eran días tranquilos y rutinarios. Un aparente ciclo sin fin. Todos eran excepcionalmente felices dentro de sus acogedoras cabañas. Excepto Rabi.

   Desde que salió por primera vez de su casa, en los brazos de su madre, Rabi siempre ha sido un centro de atención para los habitantes de la aldea. Todos estaban acostumbrados a sus cabezas rubias y ojos claros, pero Rabi los superaba a todos con creces. Su cabello era delgado, abundante y fácilmente se mezclaba con el paisaje. Sus ojos no parecían diferenciarse del resto, hasta que miraba al sol o al fuego. Muchos perjuraban que sus ojos llegaban a ser rojos y apartaban sus miradas despavoridos ante lo que presenciaban. Rabi siempre fue un tema de conversación común, pero no hablaban muy bien de ella.

   Rabi estaba acostumbrada a no tener con quién compartir asiento dentro de la casa del tutor de la aldea. A veces veía de reojo cómo sus compañeros cuchicheaban entre sí. Rabi no podía diferenciar cuando era sobre ella y cuando no. Esto no le molestaba en un principio a ella. Su madre siempre la había bañado con todo su amor y entre algunos adultos era bien recibida. Sin embargo, a medida que crecía, anhelaba cada vez más tener lo que los demás niños parecían tener: un amigo. Rabi no tenía con quién compartir su merienda, un compañero de juegos durante el recreo o a quién visitar para jugar con la muñeca de trapo que su madre le había regalado. Rabi se acostumbró después de mucho llorar en la almohada e intentar (y fallar) entablar amistades con sus compañeros a estar sola. Aceptó que las únicas personas de su edad en el pueblo no la entendían. Llegó a atribuirlo a que sólo las personas maduras eran capaces de entenderla. Con esta conclusión Rabi se sintió satisfecha por muchos años y logró consolarse por muchas fiestas.

   Pero un día Rabi se permitió sentir esperanza. Sus compañeros habían acercado a ella y la habían invitado a jugar con ellos. No cabía en asombro ante lo que escuchaba y sonreía para sí misma. Aceptó gustosa y bajó de la aldea hacia el bosque con sus compañeros. Decidieron jugar al escondite. Se turnaban para contar y buscar mientras los demás se escondían. Por primera vez, Rabi no se sentía excluida y experimentó lo que tanto anhelaba. No se había divertido tanto jamás. No cabía en la cabeza de Rabi que, cuando fuera su turno, se quedaría sola. Completamente.

   Cuando se dio la vuelta apenas acabó de contar, se reía sola y comenzó a buscar por todos lados. Decía los nombres de sus "amigos" y no respondían. Rabi pensó que esto era obvio por el juego y continuaba. No le pareció extraño no escuchar risas ni murmullos. Tampoco se percató que se alejaba de la aldea a medida que progresaba su búsqueda. Y mucho menos se detenía a apreciar que el cielo ya estaba oscureciendo, comenzaba a caer la noche. Cuando a su vista le comenzaba a costar distinguir lo que tenía en frente, en medio de la tenue obscuridad, la sonrisa de Rabi empezaba a convertirse en una mueca. Se había dado cuenta que estaba sola, y que nadie estaba cerca. Y temía que nadie la estaba buscando.

   Le daba miedo admitirse a sí misma que se había perdido.

   Sus manos temblaban, sus labios perdieron un poco su color y sus ojos se tornaban cristalinos. Rabi se dio cuenta de su situación y recordó los regaños de su tutor sobre los peligros del bosque. Su madre también le había contado historias de monstruos que merodean en las noches. Sollozó un momento recordando todo. Se sentó debajo de un árbol y se permitió embargar por los nervios. Lo único que la detuvo en su llanto fue el abrumador cansancio. Pero tenía mucho frío y hambre, lo cual le ayudaba a no sucumbir ante el sueño.

   Rabi no sabía acampar, mucho menos cazar o recolectar del bosque. Sólo conocía el huerto de su madre. Se recordó de la vez que un cachorro de lobo apareció muerto en él. Un escalofrío recorrió su espalda al imaginarse a ese cachorro adulto, hambriento y peligroso. Anhelaba en el fondo de su corazón que ninguno la encontrara, pero ella sabía de las continuas peleas que tenían sus vecinos con los lobos en las cazas. Recordó también cómo, en una ocasión, regresó el vecino con una mordida en el brazo que casi lo dejo manco.

   Quería llorar de nuevo. Su cuerpo se negó y ya también comenzaba a sentir la sed en sus labios y boca.

   A lo lejos vio fuego. Eran unas antorchas. Rabi sintió de nuevo una esperanza. Se dijo a sí misma que debían de ser los vecinos subiendo después de culminar la caza del día. Se levantó y corrió sin miedo entre los árboles.

   De nuevo para su sorpresa, estos no eran personas de la aldea. 

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⏰ Last updated: Jan 18, 2023 ⏰

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