Prólogo

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Todo el mundo tiene un nombre y un apellido. Una familia y un estado de madurez correspondiente a su edad, en el mejor de los casos. Al menos una pasión, al igual que un miedo, supongo. Un buen amigo, quizá varios, dependiendo del estatus social y del tamaño de su cuenta bancaria. Una comida favorita y posiblemente, pareja o un animal de compañía. Los ojos almendrados, o rasgados, o cualquier forma específica, hoyuelos o pecas o las uñas pintadas. Una extraña preferencia por los libros de terror o el café sin azúcar o los calcetines con estampados de colores. Es eso que la gente llama personalidad.

Por ello, me atrevo a afirmar que la historia que relato no pertenece a cualquiera. Incluso sé leer tu reacción: fruncirás el ceño, escéptico ante un comienzo tan poco convencional. Es lo que tienen las contradicciones, alteran nuestro sentido de la lógica, nos sacan de quicio, despiertan nuestros instintos cobardes. Porque quien no siente miedo, o angustia, es que está muerto. Al menos, esa es la opinión de una chica que, si le preguntas, afirmará que no le tiene miedo a nada, mientras expira volutas de humo de un cigarrillo arrugado que ha sacado del fondo de su bolso. Una chica de ojos negros, tan oscuros que su pupila se desdibuja en el iris. Una chica con lunares en el cuello, en la cara, en las manos y cuya mirada espanta a los hombres. Una chica cuyo nombre, cuando se menciona entre vecinos, provoca una ola de murmullos asombrados, tal vez escépticos, pero de contenido frívolo y trasfondo malintencionado. Una chica con un pasado salpicado de malos recuerdos.

Rosalie es el nombre que su madre le murmuraba en la cuna, cuando la mecía en su sueño de recién nacida. Sin embargo, su madre ya no está, y todo el mundo la llama Rosé, como el vino. Dulce, transparente, pero peligroso en caso de sobredosis. Su vida, se podría decir, es como cualquier otra, salvo que el destino decidió jugar al azar con cartas traicioneras, y le tocó una especialmente perra. 

Rosé conserva recuerdos de su infancia, aunque son escasos e indefinidos. A veces la detiene un olor específico en un café, o una nube de esencia perfumada de la mujer que la adelanta en la acera. A veces son los colores de alguna prenda en el escaparate de una tienda. Entonces se acuerda de las tazas de café con leche, muy azucarado, y los vestidos con estampados florales, y el perfume de rosas. Entonces se acuerda de su madre. Pero son imágenes fugaces, como las brisas de verano. Van y vienen arbitrariamente, sin aviso ni despedida. 

Los recuerdos malos, esos, no los mantiene en su memoria. La palma de la mano de su padre, callosa, sucia,  contra su piel, aún rosada por la niñez. El eco que emitían las paredes, como si se estremecieran ante sus súbitos ataques de histeria. Sus sonrisas agridulces. Cómo se dilataban las pupilas cada vez que derramaba el café, presagiando una tormenta de emociones. La montaña de tiritas que se iba apilando al lado de su cama, moteadas de un tono purpúreo, y los pies fríos de noche. Todas esas son imágenes reales, pero difusas. La lluvia, con el tiempo, las ha ido emborronando y el viento ha acabado por llevarse sus huellas, y ahora no queda nada salvo una imagen vacía allá donde se debía de encontrar un capítulo que en la mayoría de las vidas juega un papel importante: la infancia.

-¿Y tus padres, qué trabajan?- quiso saber una vez Brigitte, nada más conocerla. Estaban en la biblioteca, y Rosé todavía no confiaba mucho en esa chica tan optimista, de ojos enormes, que acabaría convirtiéndose en su mejor amiga.

-¿Hmm...?- fingió que no la había entendido y hojeó frenéticamente en su libreta para evadir la pregunta. No pretendía contar la verdad, tampoco mentir, así que no desprendió los labios y centró la vista en la mesa. Al cabo de unos segundos, Brigitte debió entender que su pregunta había sido ignorada y volvió a hundir la cabeza en su libro, aunque un tanto desconcertada.

Rosé no quiere parecer borde, ni arrogante. Sin embargo, su pasado queda tras un portal, un portal que ha cerrado con varios candados y cuyas llaves ha tirado al fondo del océano.

Ahora, se centra en su presente, un modesto piso con vistas a un café parisino, pequeño y acogedor, un gato al que con suerte le quedan dos vidas y una cuenta bancaria cuyo alimento es un salario irregular y adquirido de manera un tanto dudosa. Detrás de un amplio ventanal, una terraza en la que no se puede pisar sin llenarse los calcetines de restos de colillas. Las vistas, de todos modos, están tapadas por una cortina de ropa interior lavada, en su mayoría sujetadores tres tallas más pequeños de los que ella gasta. Algunos no recuerda haberlos comprado en ningún momento, así que supone que no le pertenecen. 

- Quizá, si adelgazo un poco...- murmura para sus adentros, mientras calcula si el precioso ejemplar rojo que sostiene en las manos le valdrá. Sabe la respuesta incluso sin probárselo.

Los hombres que habían tenido el privilegio de explorar su cuerpo veneraban su figura. Le susurraban todo tipo de comentarios mientras frotaban su miembro contra su cuerpo,  acariciaban, lamían, besaban, poseían aquello que le pertenecía a ella. Los labios, los pezones, ese sensible hueco detrás de las orejas, el ombligo, las rosadas estrías en la curva de sus caderas. Todo. Sin embargo, no era por eso que ella amaba su cuerpo. Lo amaba porque una vez leyó un libro, mitos y leyendas de amor, y aún recuerda el halo de emoción que brotó en su interior al observar una figura femenina, desnuda, curvilínea, poderosa, que, como después descubriría, se hacía llamar Afrodita. La diosa de la belleza, la diosa del amor. Rosé quería ser como ella, y decidió que no se avergonzaría nunca más de sus lunares, ni sus muslos algo anchos, ni su vientre que le dejaba un suave marca en forma de v en el bajo abdomen cuando se ponía un vestido ajustado. Tiró el sujetador rojo al suelo, donde quedó olvidado.

-A los hombres- le decía su madre - no se les ruega.- Acarició el cabello de su hija. - El único al que se le ruega es dios.- 



Memorias de una vida cualquieraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora